ENTREGA DEL NOBEL DE LA PAZ
Sus Majestades, Sus Altezas Reales, distinguidos miembros del Comité Nóbel de
Noruega, ciudadanos de Estados Unidos y ciudadanos del mundo:
Recibo este honor con profunda gratitud y gran humildad. Es un premio que habla sobre
nuestras mayores aspiraciones: que a pesar de toda la crueldad y las adversidades de
nuestro mundo, no somos simples prisioneros del destino. Nuestros actos tienen
importancia y pueden cambiar el rumbo de la historia y llevarla por el camino de la
justicia.
Seguir Leyendo...
Sin embargo, sería una negligencia no reconocer la considerable controversia que su
generosa decisión ha generado. (Risas.) En parte, esto se debe a que estoy al inicio y no
al final de mis labores en la escena mundial. En comparación con algunos de los
gigantes de la historia que han recibido este premio –Schweitzer y King; Marshall y
Mandela– mis logros son pequeños. Y luego hay hombres y mujeres alrededor del
mundo que han sido encarcelados y golpeados en su búsqueda de la justicia; gente que
trabaja en organizaciones humanitarias para aliviar el sufrimiento; millones en el
anonimato cuyos silenciosos actos de valentía y compasión inspiran incluso a los
cínicos más empedernidos. No puedo contradecir a quienes piensan que estos hombres y
mujeres –algunos conocidos, otros desconocidos para todos excepto para quienes
reciben su ayuda– merecen este honor muchísimo más que yo.
Pero quizá el asunto más controversial en torno a mi aceptación de este premio es el
hecho de que soy Comandante en Jefe de un ejército de un país en medio de dos
guerras. Una de esas guerras está llegando a su fin. La otra es un conflicto que Estados
Unidos no buscó; uno en que se nos suman otros cuarenta y dos otros países –incluida
Noruega– en un esfuerzo por defendernos y defender a todas las naciones de ataques
futuros.
De todos modos, estamos en guerra, y soy responsable por desplegar a miles de jóvenes
a pelear en un país distante. Algunos matarán. A otros los matarán. Por lo tanto, vengo
aquí con un agudo sentido del costo del conflicto armado, lleno de difíciles
interrogantes sobre la relación entre la guerra y la paz, y nuestro esfuerzo por
reemplazar una por la otra.
Bueno, estas interrogantes no son nuevas. La guerra, de una forma u otra, surgió con el
primer hombre. En los albores de la historia, no se cuestionaba su moralidad;
simplemente era un hecho, como la sequía o la enfermedad, la manera en que las tribus
y luego las civilizaciones buscaban el poder y resolvían sus discrepancias.
Y con el tiempo, a medida que los códigos legales procuraban controlar la violencia
dentro de los grupos, los filósofos, clérigos y estadistas también procuraban controlar el
poder destructivo de la guerra. Surgió el concepto de “guerra justa”, que proponía que la
guerra solamente se justifica cuando cumple con ciertas condiciones previas: si se libra
como último recurso o en defensa propia; si la fuerza utilizada es proporcional y, en la
medida posible, si no se somete a civiles a la violencia.
Por supuesto, sabemos que durante gran parte de la historia, se ha cumplido pocas veces
con este concepto de guerra justa. La capacidad de los seres humanos de idear nuevas
maneras de matarse unos a los otros resultó ser inagotable, como también nuestra
capacidad para tratar sin ninguna piedad a quienes no lucen como nosotros o le rinden
culto a un Dios diferente. Las guerras entre ejércitos dieron lugar a guerras entre
naciones: guerras totales en que la distinción entre combatiente y civil se volvía borrosa.
En el transcurso de treinta años, este continente se sumió dos veces en matanzas de ese
tipo. Y aunque es difícil pensar en una causa más justa que la derrota del Tercer Reich y
las potencias del Eje, la Segunda Guerra Mundial fue un conflicto en el que el número
total de civiles que murieron superó al de soldados que perecieron.
Como consecuencia de esa destrucción y con la llegada de la era nuclear, quedó claro
para vencedores y vencidos, por igual, que el mundo necesitaba instituciones para evitar
otra guerra mundial. Y, entonces, un cuarto de siglo después de que el Senado de
Estados Unidos rechazara la Liga de Naciones, una idea por la cual Woodrow Wilson
recibió este premio, Estados Unidos lideró al mundo en el desarrollo de una estructura
para mantener la paz: un Plan Marshall y Naciones Unidas, mecanismos para regir la
manera en la que se libran guerras, los tratados para proteger los derechos humanos,
evitar el genocidio y restringir las armas más peligrosas.
De muchas maneras, estos esfuerzos fueron exitosos. Sí, se han librado guerras terribles
y se han cometido atrocidades. Pero no ha habido una Tercera Guerra Mundial. La
Guerra Fría concluyó con una muchedumbre jubilosa que derrumbó un muro. El
comercio tejió lazos entre gran parte del mundo. Miles de millones han salido de la
pobreza. Los ideales de libertad, autonomía, igualdad y el imperio de la ley han
avanzado a tropezones. Somos los herederos de la fortaleza y previsión de generaciones
pasadas, y es un legado por el cual mi propio país legítimamente siente orgullo.
Pero aún asi, transcurrida una década del nuevo siglo, esta antigua estructura está
cediendo ante el peso de nuevas amenazas. El mundo quizá ya no se estremezca ante la
posibilidad de guerra entre dos superpotencias nucleares, pero la proliferación puede
aumentar el peligro de catástrofes. El terrorismo no es una táctica nueva, pero la
tecnología moderna permite que unos cuantos hombres insignificantes con enorme ira
asesinen a inocentes a una escala horrorosa.
Es más, las guerras entre naciones con mayor frecuencia han sido reemplazadas por
guerras dentro de naciones. El resurgimiento de conflictos étnicos o sectarios; el
aumento de movimientos secesionistas, las insurgencias y los estados fallidos – todas
estas cosas progresivamente han atrapado a civiles en un caos interminable. En las
guerras de hoy, mueren muchos más civiles que soldados; se siembran las semillas de
conflictos futuros, las economías se destruyen; las sociedades civiles se parten en
pedazos, se acumulan refugiados y los niños quedan marcados de por vida.
No traigo hoy una solución definitiva a los problemas de la guerra. Lo que sí sé es que
hacerles frente a estos desafíos requerirá la misma visión, arduo esfuerzo y
perseverancia de aquellos hombres y mujeres que actuaron tan audazmente hace varias
décadas. Y requerirá que repensemos la noción de guerra justa y los imperativos de una
paz justa.
Debemos comenzar por reconocer el difícil hecho de que no erradicaremos el conflicto
violento en nuestra época. Habrá ocasiones en las que las naciones, actuando individual
o conjuntamente, concluirán que el uso de la fuerza no sólo es necesario sino también
justificado moralmente.
Hago esta afirmación consciente de lo que Martin Luther King dijo en esta misma
ceremonia hace años: “La violencia nunca produce paz permanente. No resuelve los
problemas sociales: simplemente crea problemas nuevos y más complicados”. Como
alguien que está parado aquí como consecuencia directa de la labor a la que el Dr. King
le dedicó la vida, soy prueba viviente de la fuerza moral de la no violencia. Sé que no
hay nada débil, nada pasivo, nada ingenuo en las convicciones y vida de Gandhi y King.
Pero en mi calidad de jefe de Estado que juró proteger y defender a mi país, no me
puede guiar solamente su ejemplo. Enfrento al mundo como lo es, y no puedo cruzarme
de brazos ante amenazas contra estadounidenses. Que no quede la menor duda: la
maldad sí existe en el mundo. Un movimiento no violento no podría haber detenido los
ejércitos de Hitler. La negociación no puede convencer a los líderes de Al Qaida a
deponer las armas. Decir que la fuerza es a veces necesaria no es un llamado al cinismo;
es reconocer la historia, las imperfecciones del hombre y los límites de la razón.
Menciono este punto, comienzo con este punto porque en muchos países hoy en día hay
un profundo cuestionamiento del accionar militar, independientemente de la causa. Y a
veces, a esto se suma una suspicacia automática por tratarse de Estados Unidos, la única
superpotencia militar del mundo.
Sin embargo el mundo debe recordar que no fueron simplemente las instituciones
internacionales –no sólo los tratados y las declaraciones– los que le dieron estabilidad al
mundo después de la Segunda Guerra Mundial. Independientemente de los errores que
hayamos cometido, hay un hecho clarísimo: Estados Unidos de Norteamérica ha
ayudado a garantizar la seguridad mundial durante más de seis décadas con la sangre de
nuestros ciudadanos y el poderío de nuestras armas. El servicio y sacrificio de nuestros
hombres y mujeres de uniforme han promovido la paz y prosperidad desde Alemania
hasta Corea, y permitido que la democracia eche raíces en lugares como los países
balcánicos. Hemos sobrellevado esta carga no porque queremos imponer nuestra
voluntad. Lo hemos hecho por un interés propio y bien informado: porque queremos un
futuro mejor para nuestros hijos y nietos, y creemos que su vida será mejor si los hijos y
nietos de otras personas pueden vivir en libertad y prosperidad.
Entonces, sí, los instrumentos de la guerra tienen un papel en mantener la paz. Sin
embargo, este hecho debe coexistir con otro: que independientemente de cuán
justificada, la guerra conlleva tragedia humana. La valentía y el sacrificio del soldado
están llenos de gloria, expresan devoción por la patria, la causa y los compañeros de
armas. Pero la propia guerra nunca es gloriosa, y nunca debemos exaltarla como si lo
fuera.
Entonces, parte de nuestro desafío es reconciliar estos dos hechos aparentemente
irreconciliables: que la guerra a veces es necesaria y que la guerra es, de cierta manera,
una expresión de desatino humano. Concretamente, debemos dirigir nuestros esfuerzos
a la tarea que el Presidente Kennedy propuso hace tiempo. “Concentrémonos”, dijo, “en
una paz más práctica, más alcanzable, basada no en una revolución repentina de la
naturaleza humana, sino una evolución gradual de las instituciones humanas”. Una
evolución gradual de las instituciones humanas.
¿Qué apariencia cobraría esta evolución? ¿Cuáles podrían ser estas medidas prácticas?
Para comenzar, considero que todos los países, tanto fuertes como débiles, deben
cumplir con estándares que rigen el uso de fuerza. Yo, como cualquier jefe de Estado,
me reservo el derecho de actuar unilateralmente si es necesario para defender a mi país.
No obstante, estoy convencido de que cumplir con estándares, estándares
internacionales, fortalece a quienes lo hacen y aísla –y debilita– a quienes no.
El mundo respaldó a Estados Unidos tras los ataques del 11 de septiembre y continúa
apoyando nuestros esfuerzos en Afganistán, debido al horror de esos atentados sin
sentido y el principio reconocido de defensa propia. De la misma manera, el mundo
reconoció la necesidad de confrontar a Sadam Husein cuando invadió Kuwait, un
consenso que envió un mensaje claro a todos sobre el precio de la agresión.
Es más, Estados Unidos -- de hecho ningún país -- puede insistir en que otros sigan las
normas si nosotros nos rehusamos a seguirlas. Pues cuando no lo hacemos, nuestros
actos pueden parecer arbitrarios y menoscabar la legitimidad de intervenciones futuras,
por más justificadas que sean.
Esto pasa a ser particularmente importante cuando el propósito de la acción militar se
extiende más allá de la defensa propia o la defensa de una nación contra un agresor.
Más y más, todos enfrentamos difíciles interrogantes sobre cómo evitar la matanza de
civiles por su propio gobierno o detener una guerra civil que puede sumir a toda una
región en violencia y sufrimiento.
Creo que se puede justificar la fuerza por motivos humanitarios, como fue el caso en los
países balcánicos o en otros lugares afectados por la guerra. La inacción carcome
nuestra conciencia y puede resultar en una intervención posterior más costosa. Es por
eso que todos los países responsables deben aceptar la noción de que las fuerzas
armadas con un mandato claro pueden ejercer una función en el mantenimiento de la
paz.
El compromiso de Estados Unidos con la seguridad mundial nunca flaqueará. Pero en
un mundo en que las amenazas son más difusas y las misiones más complejas, Estados
Unidos no puede actuar solo. Estados Unidos por su cuenta no puede lograr la paz. Ése
es el caso en Afganistán. Es el caso en estados fallidos como Somalia, donde el
terrorismo y la piratería van de la mano con la hambruna y el sufrimiento humano. Y
lamentablemente, seguirá siendo la realidad en regiones inestables en el futuro.
Los líderes y soldados de los países de la OTAN –y otros amigos y aliados– demuestran
este hecho por medio de la habilidad y valentía que han mostrado en Afganistán. Pero
en muchos países, hay una brecha entre los esfuerzos de los militares y la opinión
ambivalente del público en general. Comprendo por qué la guerra no es popular. Pero
también sé lo siguiente: la convicción de que la paz es deseable rara vez es suficiente
para lograrla. La paz requiere responsabilidad. La paz conlleva sacrificio. Es por eso
que la OTAN continúa siendo indispensable. Es por eso que debemos reforzar esfuerzos
de mantenimiento de la paz a nivel regional y por la ONU, y no dejar la tarea en manos
de unos cuantos países. Es por eso que les rendimos homenaje a quienes regresan a casa
de misiones de mantenimiento de la paz y entrenamiento en el extranjero, en Oslo y
Roma; Ottawa y Sydney; Dhaka y Kigali; los homenajeamos no como artífices de
guerra sino como promotores, como promotores de la paz.
Permítanme un punto final sobre el uso de la fuerza. Incluso mientras tomamos
decisiones difíciles sobre ir a guerra, también debemos pensar claramente sobre cómo
librarla. El Comité del Nóbel reconoció este hecho al otorgar su primer premio de paz a
Henry Dunant, el fundador de la Cruz Roja, y un promotor del Tratado de Ginebra.
Cuando la fuerza es necesaria, tenemos un interés moral y estratégico en obligarnos a
cumplir con ciertas normas de conducta. Incluso cuando enfrentamos crueles
adversarios que no cumplen con ninguna regla, creo que Estados Unidos de
Norteamérica debe seguir dando el ejemplo respecto a estándares en conducta de guerra.
Eso es lo que nos diferencia de quienes combatimos. Ésa es la fuente de nuestra fuerza.
Es por eso que prohibí la tortura. Es por eso que ordené que se clausure la prisión en la
Bahía de Guantánamo. Y es por eso que he reiterado el compromiso de Estados Unidos
de cumplir con el Tratado de Ginebra. Perdemos nuestra identidad cuando no
cumplimos los ideales mismos que estamos luchando por defender.
Y honramos – honramos dichos ideales al cumplir con ellos no sólo cuando es fácil,
sino cuando es difícil.
He hablado extensamente sobre asuntos que debemos sopesar con la razón y el corazón
cuando optamos por librar guerra. Pero permítanme pasar ahora a nuestro esfuerzo por
evitar opciones tan trágicas y hablar sobre tres maneras en que podemos promover una
paz justa y duradera.
En primer lugar, al tratar con aquellos países que trasgreden normas y leyes, creo que
debemos desarrollar alternativas a la violencia que son suficientemente firmes como
para cambiar la conducta, pues si queremos una paz duradera, entonces las palabras de
la comunidad internacional deben tener peso. Se debe hacer que aquellos regímenes que
van en contra de las normas rindan cuentas por sus actos. Las sanciones deben conllevar
un escarmiento real. La intransigencia debe combatirse con mayor presión, y esa
presión existe sólo cuando el mundo actúa al unísono.
Un ejemplo urgente es el esfuerzo por evitar la proliferación de armas nucleares y lograr
un mundo sin ellas. A mediados del siglo pasado, las naciones acordaron regirse por un
tratado con un objetivo claro: todos tendrán acceso a la energía nuclear pacífica; quienes
no tienen armas nucleares deben renunciar a ellas, y quienes tienen armas nucleares
deben procurar el desarme. Me he comprometido a plasmar este tratado. Es el eje de mi
política exterior. Y estoy trabajando con el Presidente Medvedev para reducir las
reservas de armas nucleares de Estados Unidos y Rusia.
Pero también nos incumbe a todos insistir en que países como Irán y Corea del Norte no
jueguen con el sistema. Quienes afirman respetar las leyes internacionales no deben
hacer caso omiso de cuando se incumplen dichas leyes. Quienes se interesan por su
propia seguridad no pueden cerrar los ojos ante el peligro de una carrera armamentista
en el Oriente Medio o el Extremo Oriente. Quienes procuran la paz no pueden
permanecer cruzados de brazos mientras los países se arman para una guerra nuclear.
El mismo principio se aplica a quienes incumplen con las leyes internacionales al tratar
brutalmente a su propio pueblo. Cuando hay genocidio en Darfur; violaciones
sistemáticas en el Congo, o represión en Birmania, deben haber consecuencias. Sí,
habrá acercamiento; sí, habrá diplomacia – pero tienen que haber consecuencias cuando
esas cosas fallen. Y mientras más unidos estemos, menores las probabilidades de que
nos veamos forzados a escoger entre la intervención armada y la complicidad con la
opresión.
Esto me lleva al segundo punto: el tipo de paz que buscamos. Pues la paz no es
simplemente la ausencia de un conflicto visible. Solamente una paz justa y basada en
los derechos inherentes y la dignidad de todas las personas realmente puede ser
perdurable.
Fue este entendimiento lo que motivó a quienes redactaron la Declaración Universal de
los Derechos Humanos después de la Segunda Guerra Mundial. Tras la devastación,
reconocieron que si no se protegen los derechos humanos, la paz es una promesa vana.
Sin embargo, con demasiada frecuencia, se ignoran estas palabras. En algunos países, la
excusa para no defender los derechos humanos es la falsa sugerencia de que éstos son
principios occidentales, extraños a culturas locales o etapas de desarrollo de una nación.
Y dentro de Estados Unidos, desde hace tiempo existe tensión entre quienes se
describen como realistas o idealistas, una tensión que polariza las opciones: una mera
lucha en defensa de nuestros intereses o una campaña interminable por imponer
nuestros valores alrededor del mundo.
Rechazo estas opciones. Creo que la paz es inestable cuando se les niega a los
ciudadanos el derecho a hablar libremente o practicar su religión como deseen; escoger
a sus propios líderes o congregarse sin temor. Los agravios que no se ventilan
empeoran, y la supresión de identidad tribal y religiosa puede llevar a la violencia.
También sabemos que lo opuesto es cierto. Sólo cuando Europa obtuvo la libertad pudo
finalmente encontrar la paz. Estados Unidos nunca ha librado una guerra contra una
democracia, y nuestros amigos más cercanos son los gobiernos que protegen los
derechos de sus ciudadanos. Independientemente de la frialdad con que se definan, no
se satisfacen los intereses de Estados Unidos ni del mundo con la negación de las
aspiraciones humanas.
Entonces, incluso mientras respetamos las culturas y tradiciones particulares de
diferentes países, Estados Unidos siempre será una voz para las aspiraciones
universales. Daremos testimonio de la silenciosa dignidad de reformistas como Aung
Sang Suu Kyi; de la valentía de los zimbabuenses que emitieron sus votos a pesar de
golpizas; de los cientos de miles que han marchado silenciosamente por las calles de
Irán. Dice mucho el que los líderes de estos gobiernos les teman a las aspiraciones de
sus propios pobladores más que al poder de cualquier otra nación. Y es la
responsabilidad de todas las personas libres y los países libres dejarles en claro a estos
movimientos que la esperanza y la historia están de su lado.
Permítanme decir esto también: la promoción de los derechos humanos no puede
limitarse a la exhortación. A veces, debe ir acompañada de laboriosa diplomacia. Sé que
el trato con regímenes represivos carece de la grata pureza de la indignación. Pero
también sé que las sanciones sin esfuerzos de alcance –y la condena sin discusión–
pueden mantener un status quo agobiante. Ningún régimen represivo puede ir por un
nuevo sendero a no ser que tenga la opción de una puerta abierta.
En vista de los horrores de la Revolución Cultural, la reunión de Nixon con Mao parecía
inexcusable, pero no hay duda de que ayudó a llevar a China por un camino en el cual
millones de sus ciudadanos han podido salir de la pobreza y conectarse con sociedades
abiertas. Los lazos del Papa Juan Pablo con Polonia creó un espacio no sólo para la
Iglesia Católica sino también para líderes sindicales como Lech Walesa. Los esfuerzos
de Ronald Reagan por el control de armas y la aceptación de la perestroika no sólo
mejoraron las relaciones con la Unión Soviética sino que les otorgó poder a disidentes
en toda Europa Oriental. No existe una fórmula simple. Pero debemos tratar de hacer lo
posible por mantener el equilibrio entre el ostracismo y la negociación; la presión y los
incentivos, de manera que se promuevan los derechos humanos y la dignidad con el
transcurso del tiempo.
En tercer lugar, una paz justa incluye no sólo derechos civiles y políticos, sino que debe
abarcar la seguridad económica y las oportunidades, pues la paz verdadera no es
solamente la falta de temor, sino también la falta de privaciones.
No hay duda de que el desarrollo rara vez echa raíces sin seguridad; también es cierto
que la seguridad no existe cuando los seres humanos no tienen acceso a suficiente
alimento, el agua potable o los medicamentos que necesitan para sobrevivir. No existe
cuando los niños no pueden aspirar a una buena educación o un empleo decente que
mantenga a una familia. La falta de esperanza puede corromper a una sociedad desde su
interior.
Y es por eso que ayudar a los agricultores a alimentar a su propia gente, o a los países a
educar a sus niños y a cuidar a los enfermos no es simplemente caridad. También es el
motivo por el cual el mundo debe unirse para hacerle frente al cambio climático. Hay
pocos científicos que no estén de acuerdo en que si no hacemos algo, enfrentaremos
más sequías, hambruna y desplazamientos masivos que alimentarán más conflictos
durante décadas. Por este motivo, no son sólo los científicos y activistas los que
proponen medidas prontas y enérgicas; también lo hacen los líderes militares de mi país
y otros que comprenden que nuestra seguridad común está en juego.
Acuerdos entre naciones. Instituciones sólidas. Apoyo a los derechos humanos.
Inversiones en desarrollo. Todos éstos son ingredientes vitales para propiciar la
evolución de la cual habló el Presidente Kennedy. Sin embargo, no creo que tendremos
la voluntad, la determinación o la resistencia para concluir esta labor sin algo más: esto
es, la expansión continua de nuestra imaginación moral; una insistencia en que hay algo
intrínseco que todos compartimos.
Al reducirse el mundo, uno pensaría que iba a ser más fácil que los seres humanos
reconozcamos lo similares que somos; que comprendamos que todos nosotros queremos
básicamente lo mismo; que todos anhelamos la oportunidad de vivir con cierto grado de
felicidad y satisfacción para nosotros y nuestra familia.
Sin embargo, dado el vertiginoso ritmo de la globalización y la homogenización cultural
promovida por la modernidad, no debería sorprendernos que la gente tema perder lo que
aprecia de su identidad particular: su raza, su tribu y quizá más que nada, su religión. En
algunos lugares, este temor ha producido conflictos. A veces, incluso parecemos estar
retrocediendo. Lo vemos en el Oriente Medio, donde el conflicto entre árabes y judíos
parece estar agravándose. Lo vemos en los países donde las divisiones tribales causan
estragos.
Y más peligroso aun, lo vemos en la manera en que se usa la religión para justificar el
asesinato de inocentes por personas que han distorsionado y profanado la gran religión
del Islam, y que atacaron a mi país desde Afganistán. Estos extremistas no son los
primeros en matar en nombre de Dios; hay amplia constancia de las atrocidades de las
Cruzadas. Pero nos recuerdan que ninguna Guerra Santa puede ser jamás una guerra
justa, pues si uno realmente cree que cumple con la voluntad divina, entonces no hay
necesidad de templanza, no hay necesidad de perdonarle la vida a una madre
embarazada o a un asistente médico, o trabajador de la Cruz Roja, ni siquiera a una
persona de la misma religión. Una perspectiva tan distorsionada de la religión no sólo es
incompatible con el concepto de la paz, sino también creo que es incompatible con el
propósito de la fe, pues la regla de vital importancia en todas las principales religiones
es tratar a los demás como te gustaría que te traten a ti.
Cumplir con esta ley de amor siempre ha sido el foco en la lucha de la naturaleza
humana. No somos infalibles. Cometemos errores y caemos presa de las tentaciones del
orgullo y el poder, y a veces la maldad. Incluso aquellos de nosotros con las mejores
intenciones a veces dejamos de rectificar los errores ante nosotros.
Pero no tenemos que pensar que la naturaleza humana es perfecta para continuar
creyendo que se puede perfeccionar la condición humana. No tenemos que vivir en un
mundo idealizado para seguir aspirando a los ideales que lo harían un lugar mejor. La
no violencia que practicaban hombres como Gandhi y King quizá no sea práctica o
posible en todas las circunstancias, pero el amor que predicaron, su fe en el progreso
humano, siempre debe ser la estrella que nos guíe en nuestra travesía.
Pues si perdemos esa fe, si la descartamos como tonta o ingenua, si existe un divorcio
entre ésta y las decisiones que tomamos sobre asuntos de guerra y paz… entonces
perdemos lo mejor de nuestra humanidad. Perdemos nuestro sentido de lo que se puede
lograr. Perdemos nuestro compás moral.
Al igual que las generaciones anteriores a la nuestra, debemos rechazar ese futuro.
Como dijo el Dr. King en una ceremonia similar hace tantos años, “Me rehúso a aceptar
la desesperanza como la respuesta final a la ambigüedad de la historia. Me rehúso a
aceptar la idea de que la realidad actual de la naturaleza humana haga que el hombre sea
moralmente incapaz de alcanzar las aspiraciones eternas que siempre enfrenta”.
Aspiremos al mundo que debería existir: esa chispa de divinidad que aún llevamos
como inspiración en el alma.
Hoy en algún lugar, en estos precisos momentos, en el mundo como lo es, un soldado ve
que alguien lo sobrepasa en potencia de fuego pero permanece firme para mantener la
paz. Hoy en algún lugar de este mundo, una joven manifestante aguarda la brutalidad de
su gobierno, pero tiene la valentía de seguir marchando. Hoy en algún lugar, una madre
enfrenta una pobreza devastadora pero de todos modos se da tiempo para enseñarle a su
hijo, junta las pocas monedas que tiene para enviar a ese niño a la escuela porque cree
que un mundo cruel todavía puede dar cabida a sus sueños.
Vivamos siguiendo su ejemplo. Podemos reconocer que la opresión siempre estará entre
nosotros y aun así, esforzarnos por lograr la justicia. Podemos admitir la inflexibilidad
de la depravación y aun así, esforzarnos por lograr la dignidad. De ojos abiertos,
podemos comprender que habrá guerras y aun así, esforzarnos por lograr la paz.
Podemos hacerlo, pues ésa es la historia del progreso humano; ésa es la esperanza de
todo el mundo, y en este momento de desafíos, ésa debe ser nuestra labor aquí en la
Tierra.
Muchas gracias.
Noruega, ciudadanos de Estados Unidos y ciudadanos del mundo:
Recibo este honor con profunda gratitud y gran humildad. Es un premio que habla sobre
nuestras mayores aspiraciones: que a pesar de toda la crueldad y las adversidades de
nuestro mundo, no somos simples prisioneros del destino. Nuestros actos tienen
importancia y pueden cambiar el rumbo de la historia y llevarla por el camino de la
justicia.
Seguir Leyendo...
Sin embargo, sería una negligencia no reconocer la considerable controversia que su
generosa decisión ha generado. (Risas.) En parte, esto se debe a que estoy al inicio y no
al final de mis labores en la escena mundial. En comparación con algunos de los
gigantes de la historia que han recibido este premio –Schweitzer y King; Marshall y
Mandela– mis logros son pequeños. Y luego hay hombres y mujeres alrededor del
mundo que han sido encarcelados y golpeados en su búsqueda de la justicia; gente que
trabaja en organizaciones humanitarias para aliviar el sufrimiento; millones en el
anonimato cuyos silenciosos actos de valentía y compasión inspiran incluso a los
cínicos más empedernidos. No puedo contradecir a quienes piensan que estos hombres y
mujeres –algunos conocidos, otros desconocidos para todos excepto para quienes
reciben su ayuda– merecen este honor muchísimo más que yo.
Pero quizá el asunto más controversial en torno a mi aceptación de este premio es el
hecho de que soy Comandante en Jefe de un ejército de un país en medio de dos
guerras. Una de esas guerras está llegando a su fin. La otra es un conflicto que Estados
Unidos no buscó; uno en que se nos suman otros cuarenta y dos otros países –incluida
Noruega– en un esfuerzo por defendernos y defender a todas las naciones de ataques
futuros.
De todos modos, estamos en guerra, y soy responsable por desplegar a miles de jóvenes
a pelear en un país distante. Algunos matarán. A otros los matarán. Por lo tanto, vengo
aquí con un agudo sentido del costo del conflicto armado, lleno de difíciles
interrogantes sobre la relación entre la guerra y la paz, y nuestro esfuerzo por
reemplazar una por la otra.
Bueno, estas interrogantes no son nuevas. La guerra, de una forma u otra, surgió con el
primer hombre. En los albores de la historia, no se cuestionaba su moralidad;
simplemente era un hecho, como la sequía o la enfermedad, la manera en que las tribus
y luego las civilizaciones buscaban el poder y resolvían sus discrepancias.
Y con el tiempo, a medida que los códigos legales procuraban controlar la violencia
dentro de los grupos, los filósofos, clérigos y estadistas también procuraban controlar el
poder destructivo de la guerra. Surgió el concepto de “guerra justa”, que proponía que la
guerra solamente se justifica cuando cumple con ciertas condiciones previas: si se libra
como último recurso o en defensa propia; si la fuerza utilizada es proporcional y, en la
medida posible, si no se somete a civiles a la violencia.
Por supuesto, sabemos que durante gran parte de la historia, se ha cumplido pocas veces
con este concepto de guerra justa. La capacidad de los seres humanos de idear nuevas
maneras de matarse unos a los otros resultó ser inagotable, como también nuestra
capacidad para tratar sin ninguna piedad a quienes no lucen como nosotros o le rinden
culto a un Dios diferente. Las guerras entre ejércitos dieron lugar a guerras entre
naciones: guerras totales en que la distinción entre combatiente y civil se volvía borrosa.
En el transcurso de treinta años, este continente se sumió dos veces en matanzas de ese
tipo. Y aunque es difícil pensar en una causa más justa que la derrota del Tercer Reich y
las potencias del Eje, la Segunda Guerra Mundial fue un conflicto en el que el número
total de civiles que murieron superó al de soldados que perecieron.
Como consecuencia de esa destrucción y con la llegada de la era nuclear, quedó claro
para vencedores y vencidos, por igual, que el mundo necesitaba instituciones para evitar
otra guerra mundial. Y, entonces, un cuarto de siglo después de que el Senado de
Estados Unidos rechazara la Liga de Naciones, una idea por la cual Woodrow Wilson
recibió este premio, Estados Unidos lideró al mundo en el desarrollo de una estructura
para mantener la paz: un Plan Marshall y Naciones Unidas, mecanismos para regir la
manera en la que se libran guerras, los tratados para proteger los derechos humanos,
evitar el genocidio y restringir las armas más peligrosas.
De muchas maneras, estos esfuerzos fueron exitosos. Sí, se han librado guerras terribles
y se han cometido atrocidades. Pero no ha habido una Tercera Guerra Mundial. La
Guerra Fría concluyó con una muchedumbre jubilosa que derrumbó un muro. El
comercio tejió lazos entre gran parte del mundo. Miles de millones han salido de la
pobreza. Los ideales de libertad, autonomía, igualdad y el imperio de la ley han
avanzado a tropezones. Somos los herederos de la fortaleza y previsión de generaciones
pasadas, y es un legado por el cual mi propio país legítimamente siente orgullo.
Pero aún asi, transcurrida una década del nuevo siglo, esta antigua estructura está
cediendo ante el peso de nuevas amenazas. El mundo quizá ya no se estremezca ante la
posibilidad de guerra entre dos superpotencias nucleares, pero la proliferación puede
aumentar el peligro de catástrofes. El terrorismo no es una táctica nueva, pero la
tecnología moderna permite que unos cuantos hombres insignificantes con enorme ira
asesinen a inocentes a una escala horrorosa.
Es más, las guerras entre naciones con mayor frecuencia han sido reemplazadas por
guerras dentro de naciones. El resurgimiento de conflictos étnicos o sectarios; el
aumento de movimientos secesionistas, las insurgencias y los estados fallidos – todas
estas cosas progresivamente han atrapado a civiles en un caos interminable. En las
guerras de hoy, mueren muchos más civiles que soldados; se siembran las semillas de
conflictos futuros, las economías se destruyen; las sociedades civiles se parten en
pedazos, se acumulan refugiados y los niños quedan marcados de por vida.
No traigo hoy una solución definitiva a los problemas de la guerra. Lo que sí sé es que
hacerles frente a estos desafíos requerirá la misma visión, arduo esfuerzo y
perseverancia de aquellos hombres y mujeres que actuaron tan audazmente hace varias
décadas. Y requerirá que repensemos la noción de guerra justa y los imperativos de una
paz justa.
Debemos comenzar por reconocer el difícil hecho de que no erradicaremos el conflicto
violento en nuestra época. Habrá ocasiones en las que las naciones, actuando individual
o conjuntamente, concluirán que el uso de la fuerza no sólo es necesario sino también
justificado moralmente.
Hago esta afirmación consciente de lo que Martin Luther King dijo en esta misma
ceremonia hace años: “La violencia nunca produce paz permanente. No resuelve los
problemas sociales: simplemente crea problemas nuevos y más complicados”. Como
alguien que está parado aquí como consecuencia directa de la labor a la que el Dr. King
le dedicó la vida, soy prueba viviente de la fuerza moral de la no violencia. Sé que no
hay nada débil, nada pasivo, nada ingenuo en las convicciones y vida de Gandhi y King.
Pero en mi calidad de jefe de Estado que juró proteger y defender a mi país, no me
puede guiar solamente su ejemplo. Enfrento al mundo como lo es, y no puedo cruzarme
de brazos ante amenazas contra estadounidenses. Que no quede la menor duda: la
maldad sí existe en el mundo. Un movimiento no violento no podría haber detenido los
ejércitos de Hitler. La negociación no puede convencer a los líderes de Al Qaida a
deponer las armas. Decir que la fuerza es a veces necesaria no es un llamado al cinismo;
es reconocer la historia, las imperfecciones del hombre y los límites de la razón.
Menciono este punto, comienzo con este punto porque en muchos países hoy en día hay
un profundo cuestionamiento del accionar militar, independientemente de la causa. Y a
veces, a esto se suma una suspicacia automática por tratarse de Estados Unidos, la única
superpotencia militar del mundo.
Sin embargo el mundo debe recordar que no fueron simplemente las instituciones
internacionales –no sólo los tratados y las declaraciones– los que le dieron estabilidad al
mundo después de la Segunda Guerra Mundial. Independientemente de los errores que
hayamos cometido, hay un hecho clarísimo: Estados Unidos de Norteamérica ha
ayudado a garantizar la seguridad mundial durante más de seis décadas con la sangre de
nuestros ciudadanos y el poderío de nuestras armas. El servicio y sacrificio de nuestros
hombres y mujeres de uniforme han promovido la paz y prosperidad desde Alemania
hasta Corea, y permitido que la democracia eche raíces en lugares como los países
balcánicos. Hemos sobrellevado esta carga no porque queremos imponer nuestra
voluntad. Lo hemos hecho por un interés propio y bien informado: porque queremos un
futuro mejor para nuestros hijos y nietos, y creemos que su vida será mejor si los hijos y
nietos de otras personas pueden vivir en libertad y prosperidad.
Entonces, sí, los instrumentos de la guerra tienen un papel en mantener la paz. Sin
embargo, este hecho debe coexistir con otro: que independientemente de cuán
justificada, la guerra conlleva tragedia humana. La valentía y el sacrificio del soldado
están llenos de gloria, expresan devoción por la patria, la causa y los compañeros de
armas. Pero la propia guerra nunca es gloriosa, y nunca debemos exaltarla como si lo
fuera.
Entonces, parte de nuestro desafío es reconciliar estos dos hechos aparentemente
irreconciliables: que la guerra a veces es necesaria y que la guerra es, de cierta manera,
una expresión de desatino humano. Concretamente, debemos dirigir nuestros esfuerzos
a la tarea que el Presidente Kennedy propuso hace tiempo. “Concentrémonos”, dijo, “en
una paz más práctica, más alcanzable, basada no en una revolución repentina de la
naturaleza humana, sino una evolución gradual de las instituciones humanas”. Una
evolución gradual de las instituciones humanas.
¿Qué apariencia cobraría esta evolución? ¿Cuáles podrían ser estas medidas prácticas?
Para comenzar, considero que todos los países, tanto fuertes como débiles, deben
cumplir con estándares que rigen el uso de fuerza. Yo, como cualquier jefe de Estado,
me reservo el derecho de actuar unilateralmente si es necesario para defender a mi país.
No obstante, estoy convencido de que cumplir con estándares, estándares
internacionales, fortalece a quienes lo hacen y aísla –y debilita– a quienes no.
El mundo respaldó a Estados Unidos tras los ataques del 11 de septiembre y continúa
apoyando nuestros esfuerzos en Afganistán, debido al horror de esos atentados sin
sentido y el principio reconocido de defensa propia. De la misma manera, el mundo
reconoció la necesidad de confrontar a Sadam Husein cuando invadió Kuwait, un
consenso que envió un mensaje claro a todos sobre el precio de la agresión.
Es más, Estados Unidos -- de hecho ningún país -- puede insistir en que otros sigan las
normas si nosotros nos rehusamos a seguirlas. Pues cuando no lo hacemos, nuestros
actos pueden parecer arbitrarios y menoscabar la legitimidad de intervenciones futuras,
por más justificadas que sean.
Esto pasa a ser particularmente importante cuando el propósito de la acción militar se
extiende más allá de la defensa propia o la defensa de una nación contra un agresor.
Más y más, todos enfrentamos difíciles interrogantes sobre cómo evitar la matanza de
civiles por su propio gobierno o detener una guerra civil que puede sumir a toda una
región en violencia y sufrimiento.
Creo que se puede justificar la fuerza por motivos humanitarios, como fue el caso en los
países balcánicos o en otros lugares afectados por la guerra. La inacción carcome
nuestra conciencia y puede resultar en una intervención posterior más costosa. Es por
eso que todos los países responsables deben aceptar la noción de que las fuerzas
armadas con un mandato claro pueden ejercer una función en el mantenimiento de la
paz.
El compromiso de Estados Unidos con la seguridad mundial nunca flaqueará. Pero en
un mundo en que las amenazas son más difusas y las misiones más complejas, Estados
Unidos no puede actuar solo. Estados Unidos por su cuenta no puede lograr la paz. Ése
es el caso en Afganistán. Es el caso en estados fallidos como Somalia, donde el
terrorismo y la piratería van de la mano con la hambruna y el sufrimiento humano. Y
lamentablemente, seguirá siendo la realidad en regiones inestables en el futuro.
Los líderes y soldados de los países de la OTAN –y otros amigos y aliados– demuestran
este hecho por medio de la habilidad y valentía que han mostrado en Afganistán. Pero
en muchos países, hay una brecha entre los esfuerzos de los militares y la opinión
ambivalente del público en general. Comprendo por qué la guerra no es popular. Pero
también sé lo siguiente: la convicción de que la paz es deseable rara vez es suficiente
para lograrla. La paz requiere responsabilidad. La paz conlleva sacrificio. Es por eso
que la OTAN continúa siendo indispensable. Es por eso que debemos reforzar esfuerzos
de mantenimiento de la paz a nivel regional y por la ONU, y no dejar la tarea en manos
de unos cuantos países. Es por eso que les rendimos homenaje a quienes regresan a casa
de misiones de mantenimiento de la paz y entrenamiento en el extranjero, en Oslo y
Roma; Ottawa y Sydney; Dhaka y Kigali; los homenajeamos no como artífices de
guerra sino como promotores, como promotores de la paz.
Permítanme un punto final sobre el uso de la fuerza. Incluso mientras tomamos
decisiones difíciles sobre ir a guerra, también debemos pensar claramente sobre cómo
librarla. El Comité del Nóbel reconoció este hecho al otorgar su primer premio de paz a
Henry Dunant, el fundador de la Cruz Roja, y un promotor del Tratado de Ginebra.
Cuando la fuerza es necesaria, tenemos un interés moral y estratégico en obligarnos a
cumplir con ciertas normas de conducta. Incluso cuando enfrentamos crueles
adversarios que no cumplen con ninguna regla, creo que Estados Unidos de
Norteamérica debe seguir dando el ejemplo respecto a estándares en conducta de guerra.
Eso es lo que nos diferencia de quienes combatimos. Ésa es la fuente de nuestra fuerza.
Es por eso que prohibí la tortura. Es por eso que ordené que se clausure la prisión en la
Bahía de Guantánamo. Y es por eso que he reiterado el compromiso de Estados Unidos
de cumplir con el Tratado de Ginebra. Perdemos nuestra identidad cuando no
cumplimos los ideales mismos que estamos luchando por defender.
Y honramos – honramos dichos ideales al cumplir con ellos no sólo cuando es fácil,
sino cuando es difícil.
He hablado extensamente sobre asuntos que debemos sopesar con la razón y el corazón
cuando optamos por librar guerra. Pero permítanme pasar ahora a nuestro esfuerzo por
evitar opciones tan trágicas y hablar sobre tres maneras en que podemos promover una
paz justa y duradera.
En primer lugar, al tratar con aquellos países que trasgreden normas y leyes, creo que
debemos desarrollar alternativas a la violencia que son suficientemente firmes como
para cambiar la conducta, pues si queremos una paz duradera, entonces las palabras de
la comunidad internacional deben tener peso. Se debe hacer que aquellos regímenes que
van en contra de las normas rindan cuentas por sus actos. Las sanciones deben conllevar
un escarmiento real. La intransigencia debe combatirse con mayor presión, y esa
presión existe sólo cuando el mundo actúa al unísono.
Un ejemplo urgente es el esfuerzo por evitar la proliferación de armas nucleares y lograr
un mundo sin ellas. A mediados del siglo pasado, las naciones acordaron regirse por un
tratado con un objetivo claro: todos tendrán acceso a la energía nuclear pacífica; quienes
no tienen armas nucleares deben renunciar a ellas, y quienes tienen armas nucleares
deben procurar el desarme. Me he comprometido a plasmar este tratado. Es el eje de mi
política exterior. Y estoy trabajando con el Presidente Medvedev para reducir las
reservas de armas nucleares de Estados Unidos y Rusia.
Pero también nos incumbe a todos insistir en que países como Irán y Corea del Norte no
jueguen con el sistema. Quienes afirman respetar las leyes internacionales no deben
hacer caso omiso de cuando se incumplen dichas leyes. Quienes se interesan por su
propia seguridad no pueden cerrar los ojos ante el peligro de una carrera armamentista
en el Oriente Medio o el Extremo Oriente. Quienes procuran la paz no pueden
permanecer cruzados de brazos mientras los países se arman para una guerra nuclear.
El mismo principio se aplica a quienes incumplen con las leyes internacionales al tratar
brutalmente a su propio pueblo. Cuando hay genocidio en Darfur; violaciones
sistemáticas en el Congo, o represión en Birmania, deben haber consecuencias. Sí,
habrá acercamiento; sí, habrá diplomacia – pero tienen que haber consecuencias cuando
esas cosas fallen. Y mientras más unidos estemos, menores las probabilidades de que
nos veamos forzados a escoger entre la intervención armada y la complicidad con la
opresión.
Esto me lleva al segundo punto: el tipo de paz que buscamos. Pues la paz no es
simplemente la ausencia de un conflicto visible. Solamente una paz justa y basada en
los derechos inherentes y la dignidad de todas las personas realmente puede ser
perdurable.
Fue este entendimiento lo que motivó a quienes redactaron la Declaración Universal de
los Derechos Humanos después de la Segunda Guerra Mundial. Tras la devastación,
reconocieron que si no se protegen los derechos humanos, la paz es una promesa vana.
Sin embargo, con demasiada frecuencia, se ignoran estas palabras. En algunos países, la
excusa para no defender los derechos humanos es la falsa sugerencia de que éstos son
principios occidentales, extraños a culturas locales o etapas de desarrollo de una nación.
Y dentro de Estados Unidos, desde hace tiempo existe tensión entre quienes se
describen como realistas o idealistas, una tensión que polariza las opciones: una mera
lucha en defensa de nuestros intereses o una campaña interminable por imponer
nuestros valores alrededor del mundo.
Rechazo estas opciones. Creo que la paz es inestable cuando se les niega a los
ciudadanos el derecho a hablar libremente o practicar su religión como deseen; escoger
a sus propios líderes o congregarse sin temor. Los agravios que no se ventilan
empeoran, y la supresión de identidad tribal y religiosa puede llevar a la violencia.
También sabemos que lo opuesto es cierto. Sólo cuando Europa obtuvo la libertad pudo
finalmente encontrar la paz. Estados Unidos nunca ha librado una guerra contra una
democracia, y nuestros amigos más cercanos son los gobiernos que protegen los
derechos de sus ciudadanos. Independientemente de la frialdad con que se definan, no
se satisfacen los intereses de Estados Unidos ni del mundo con la negación de las
aspiraciones humanas.
Entonces, incluso mientras respetamos las culturas y tradiciones particulares de
diferentes países, Estados Unidos siempre será una voz para las aspiraciones
universales. Daremos testimonio de la silenciosa dignidad de reformistas como Aung
Sang Suu Kyi; de la valentía de los zimbabuenses que emitieron sus votos a pesar de
golpizas; de los cientos de miles que han marchado silenciosamente por las calles de
Irán. Dice mucho el que los líderes de estos gobiernos les teman a las aspiraciones de
sus propios pobladores más que al poder de cualquier otra nación. Y es la
responsabilidad de todas las personas libres y los países libres dejarles en claro a estos
movimientos que la esperanza y la historia están de su lado.
Permítanme decir esto también: la promoción de los derechos humanos no puede
limitarse a la exhortación. A veces, debe ir acompañada de laboriosa diplomacia. Sé que
el trato con regímenes represivos carece de la grata pureza de la indignación. Pero
también sé que las sanciones sin esfuerzos de alcance –y la condena sin discusión–
pueden mantener un status quo agobiante. Ningún régimen represivo puede ir por un
nuevo sendero a no ser que tenga la opción de una puerta abierta.
En vista de los horrores de la Revolución Cultural, la reunión de Nixon con Mao parecía
inexcusable, pero no hay duda de que ayudó a llevar a China por un camino en el cual
millones de sus ciudadanos han podido salir de la pobreza y conectarse con sociedades
abiertas. Los lazos del Papa Juan Pablo con Polonia creó un espacio no sólo para la
Iglesia Católica sino también para líderes sindicales como Lech Walesa. Los esfuerzos
de Ronald Reagan por el control de armas y la aceptación de la perestroika no sólo
mejoraron las relaciones con la Unión Soviética sino que les otorgó poder a disidentes
en toda Europa Oriental. No existe una fórmula simple. Pero debemos tratar de hacer lo
posible por mantener el equilibrio entre el ostracismo y la negociación; la presión y los
incentivos, de manera que se promuevan los derechos humanos y la dignidad con el
transcurso del tiempo.
En tercer lugar, una paz justa incluye no sólo derechos civiles y políticos, sino que debe
abarcar la seguridad económica y las oportunidades, pues la paz verdadera no es
solamente la falta de temor, sino también la falta de privaciones.
No hay duda de que el desarrollo rara vez echa raíces sin seguridad; también es cierto
que la seguridad no existe cuando los seres humanos no tienen acceso a suficiente
alimento, el agua potable o los medicamentos que necesitan para sobrevivir. No existe
cuando los niños no pueden aspirar a una buena educación o un empleo decente que
mantenga a una familia. La falta de esperanza puede corromper a una sociedad desde su
interior.
Y es por eso que ayudar a los agricultores a alimentar a su propia gente, o a los países a
educar a sus niños y a cuidar a los enfermos no es simplemente caridad. También es el
motivo por el cual el mundo debe unirse para hacerle frente al cambio climático. Hay
pocos científicos que no estén de acuerdo en que si no hacemos algo, enfrentaremos
más sequías, hambruna y desplazamientos masivos que alimentarán más conflictos
durante décadas. Por este motivo, no son sólo los científicos y activistas los que
proponen medidas prontas y enérgicas; también lo hacen los líderes militares de mi país
y otros que comprenden que nuestra seguridad común está en juego.
Acuerdos entre naciones. Instituciones sólidas. Apoyo a los derechos humanos.
Inversiones en desarrollo. Todos éstos son ingredientes vitales para propiciar la
evolución de la cual habló el Presidente Kennedy. Sin embargo, no creo que tendremos
la voluntad, la determinación o la resistencia para concluir esta labor sin algo más: esto
es, la expansión continua de nuestra imaginación moral; una insistencia en que hay algo
intrínseco que todos compartimos.
Al reducirse el mundo, uno pensaría que iba a ser más fácil que los seres humanos
reconozcamos lo similares que somos; que comprendamos que todos nosotros queremos
básicamente lo mismo; que todos anhelamos la oportunidad de vivir con cierto grado de
felicidad y satisfacción para nosotros y nuestra familia.
Sin embargo, dado el vertiginoso ritmo de la globalización y la homogenización cultural
promovida por la modernidad, no debería sorprendernos que la gente tema perder lo que
aprecia de su identidad particular: su raza, su tribu y quizá más que nada, su religión. En
algunos lugares, este temor ha producido conflictos. A veces, incluso parecemos estar
retrocediendo. Lo vemos en el Oriente Medio, donde el conflicto entre árabes y judíos
parece estar agravándose. Lo vemos en los países donde las divisiones tribales causan
estragos.
Y más peligroso aun, lo vemos en la manera en que se usa la religión para justificar el
asesinato de inocentes por personas que han distorsionado y profanado la gran religión
del Islam, y que atacaron a mi país desde Afganistán. Estos extremistas no son los
primeros en matar en nombre de Dios; hay amplia constancia de las atrocidades de las
Cruzadas. Pero nos recuerdan que ninguna Guerra Santa puede ser jamás una guerra
justa, pues si uno realmente cree que cumple con la voluntad divina, entonces no hay
necesidad de templanza, no hay necesidad de perdonarle la vida a una madre
embarazada o a un asistente médico, o trabajador de la Cruz Roja, ni siquiera a una
persona de la misma religión. Una perspectiva tan distorsionada de la religión no sólo es
incompatible con el concepto de la paz, sino también creo que es incompatible con el
propósito de la fe, pues la regla de vital importancia en todas las principales religiones
es tratar a los demás como te gustaría que te traten a ti.
Cumplir con esta ley de amor siempre ha sido el foco en la lucha de la naturaleza
humana. No somos infalibles. Cometemos errores y caemos presa de las tentaciones del
orgullo y el poder, y a veces la maldad. Incluso aquellos de nosotros con las mejores
intenciones a veces dejamos de rectificar los errores ante nosotros.
Pero no tenemos que pensar que la naturaleza humana es perfecta para continuar
creyendo que se puede perfeccionar la condición humana. No tenemos que vivir en un
mundo idealizado para seguir aspirando a los ideales que lo harían un lugar mejor. La
no violencia que practicaban hombres como Gandhi y King quizá no sea práctica o
posible en todas las circunstancias, pero el amor que predicaron, su fe en el progreso
humano, siempre debe ser la estrella que nos guíe en nuestra travesía.
Pues si perdemos esa fe, si la descartamos como tonta o ingenua, si existe un divorcio
entre ésta y las decisiones que tomamos sobre asuntos de guerra y paz… entonces
perdemos lo mejor de nuestra humanidad. Perdemos nuestro sentido de lo que se puede
lograr. Perdemos nuestro compás moral.
Al igual que las generaciones anteriores a la nuestra, debemos rechazar ese futuro.
Como dijo el Dr. King en una ceremonia similar hace tantos años, “Me rehúso a aceptar
la desesperanza como la respuesta final a la ambigüedad de la historia. Me rehúso a
aceptar la idea de que la realidad actual de la naturaleza humana haga que el hombre sea
moralmente incapaz de alcanzar las aspiraciones eternas que siempre enfrenta”.
Aspiremos al mundo que debería existir: esa chispa de divinidad que aún llevamos
como inspiración en el alma.
Hoy en algún lugar, en estos precisos momentos, en el mundo como lo es, un soldado ve
que alguien lo sobrepasa en potencia de fuego pero permanece firme para mantener la
paz. Hoy en algún lugar de este mundo, una joven manifestante aguarda la brutalidad de
su gobierno, pero tiene la valentía de seguir marchando. Hoy en algún lugar, una madre
enfrenta una pobreza devastadora pero de todos modos se da tiempo para enseñarle a su
hijo, junta las pocas monedas que tiene para enviar a ese niño a la escuela porque cree
que un mundo cruel todavía puede dar cabida a sus sueños.
Vivamos siguiendo su ejemplo. Podemos reconocer que la opresión siempre estará entre
nosotros y aun así, esforzarnos por lograr la justicia. Podemos admitir la inflexibilidad
de la depravación y aun así, esforzarnos por lograr la dignidad. De ojos abiertos,
podemos comprender que habrá guerras y aun así, esforzarnos por lograr la paz.
Podemos hacerlo, pues ésa es la historia del progreso humano; ésa es la esperanza de
todo el mundo, y en este momento de desafíos, ésa debe ser nuestra labor aquí en la
Tierra.
Muchas gracias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario