El País 11/04/2010.-
Si he de creerme las declaraciones de sus dirigentes, el PP ha sufrido con la trama Gürtel una gran bribonada. En primer lugar, un grupo de estafadores, trapisondistas y sinvergüenzas ajenos al partido montaron un tinglado con el que enriquecerse en ayuntamientos y comunidades autónomas gobernadas por los populares cobrando comisiones ilegales, logrando contratos a dedo, organizando pelotazos inmobiliarios y, en general, saqueando los recursos del Estado hasta donde pudieron o les dejaron la suerte y las circunstancias, sin olvidar reinvertir el producto de sus granjerías previo blanqueo en el extranjero de los millones logrados.
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Todo ello comenzó mientras el señor Aznar, a la sazón presidente del Gobierno, casaba a su hija en El Escorial -sarao al que asistieron como invitados distinguidos algunos de estos vividores- y dirigía los destinos de España con tal concentración que descuidó lo que la corte de los milagros organizaba a sus espaldas, según pudieron descubrir atónitos los espectadores que el jueves pasado siguieran la entrevista en CNN+ de Iñaki Gabilondo con la señora Cospedal, hoy secretaria general de ese mismo partido. Sobre que el saqueo se prolongara unos años más en los feudos del PP de Madrid y Valencia quedamos de momento huérfanos de explicación. Nadie en el partido supo nada, ni es responsable de nada, ni asume naturalmente responsabilidad política alguna por nada.
La derecha no logra incorporarse del todo a la gran tradición conservadora del resto de Europa
La campaña orquestada contra Garzón tiene mucho que ver con el sectarismo de los tribunales españoles
Para desgracia suya, la frenética sucesión de acontecimientos de los últimos meses en torno a la trama de corrupción, cuyo clímax se ha alcanzado esta semana tras levantar el juez el secreto sobre casi 50.000 folios del sumario, ha dejado en nada el intento de los dirigentes de la derecha de establecer un cordón sanitario entre los presuntos delincuentes y los políticos implicados, convencida como está la generalidad de los españoles de que no caben muchos distingos entre unos y otros. Los ciudadanos consideran de forma mayoritaria -incluido un notable porcentaje de votantes del Partido Popular-, como publica hoy EL PAÍS, que Francisco Camps y Esperanza Aguirre son también responsables de las tropelías de la trama Gürtel en sus respectivos territorios, y que el líder del partido, Mariano Rajoy, siempre ha sabido más de las andanzas de los corruptos de lo que ha venido en reconocer, a tenor de sus vacilaciones con el ex tesorero del partido, y a día de hoy todavía miembro del Grupo Popular en el Senado, Luis Bárcenas.
Son tantas y tan obscenas las colecciones de relojes de lujo, los bolsos, los trajes, algún yate, los inconfesables negocios inmobiliarios, los millones cobrados en comisiones diversas y las vergonzosas conversaciones grabadas entre los sospechosos que convierten en irrisorios, me parece a mí, los intentos del PP y de sus terminales mediáticas de encapsular al partido de tanto desafuero, y sobre ello no vale la pena seguir discutiendo. Más me interesa, por el contrario, una reflexión en profundidad sobre la venalidad en la democracia española que vaya más allá de la constatación más o menos impotente del lamentable estado en que se encuentra la política en este país. Hay que defender la democracia, sostiene Norberto Bobbio, aun cuando ésta sea ineficiente o corrupta. Y hay que hacerlo también, me atrevería a añadir yo, aun cuando la insensatez y la escasa cultura democrática de gran parte de la clase política, especialmente de una derecha que no logra incorporarse del todo a la gran tradición conservadora del resto de Europa, augure un triste futuro a la tarea.
Resulta conveniente recordar, por tanto, que el preámbulo a la Constitución sentó en su día la voluntad de establecer en España una "sociedad democrática avanzada". Faltos de una definición más restrictiva, se ha tendido a asociar el concepto de democracia avanzada con aquellos países que disfrutan de un grado más elevado de derechos, libertades y garantías; pero también de prácticas y procedimientos del conjunto de sus instituciones y, en particular, de la justicia y los partidos políticos: lo que podríamos considerar como el cielo de la democracia, por contraposición al purgatorio y aun al infierno al que están sometidos millones de habitantes del planeta; o también la AAA de la democracia, por utilizar otra taxonomía muy en boga en estos tiempos de descalabros financieros. No resulta necesaria harta sagacidad para concluir que España no sólo no ha logrado en estas tres décadas situarse al nivel de los países con mejores prácticas, ni por lo que respecta a los partidos ni a los tribunales, sino que ahora se corre serio riesgo de descender aún más peldaños en esta particular escalera al infierno si, como todos los sondeos parecen apuntar, la derecha gana las próximas elecciones sin haber purgado previamente su papel central en el escándalo de Gürtel y otros (Matas, Fabra), y asumido las consecuencias que de ello se derivan.
No voy a insistir en lo obvio: la crisis económica que desde hace dos años castiga a España con una ferocidad desconocida para toda una generación, la impericia de los socialistas en comprender desde el primer momento los peligros de todo tipo que ésta comportaba y el comprensible retraimiento de una parte de los votantes de izquierda explican por qué los sondeos colocan de momento a Mariano Rajoy en La Moncloa tras las elecciones que previsiblemente se celebrarán en 2012. Por lo demás, y en lo que respecta a la corrupción, no creo que a estas alturas quepa duda alguna de que un eventual triunfo de la derecha traerá como correlato automático el discurso que ya hemos oído en su versión más arrabalera e iletrada en los mítines de Camps, Fabra o la siempre desaforada Rita Barberá. Los votos cosechados, han dicho todos ellos de una forma u otra, expían los abusos cometidos, y el pueblo, el mejor tribunal en última instancia, les absuelve así de los cargos que de forma atrabiliaria les atribuyeron jueces prevaricadores, fiscales partidistas y una policía manejada a su antojo por un Gobierno socialista constituido en régimen y decidido a liquidar la oposición. Para lograr sus objetivos, los socialistas no paran en mientes, según han afirmado tanto la señora Cospedal como el señor Cascos, vicepresidente con Aznar, respaldados de forma oficial por el partido este mismo viernes. Y así los españoles han tenido que escuchar de dirigentes cuyas declaraciones no toleraría ningún partido democrático en Europa cómo los policías trucan las pruebas del sumario o el Ministerio del Interior monta un sistema de escuchas ilegales contra la oposición política.
El que resulte estrambótica no convierte esta hez en menos peligrosa, y convendría no menospreciar su capacidad de desestabilización. La campaña que orquestaron los dirigentes populares contra Baltasar Garzón desde el mismo fin de semana que el juez encarceló al cabecilla de la trama tiene mucho que ver con el irrespirable clima que se ha creado en los tribunales españoles, sectarios y cargados de ideología, en los que el magistrado puede ver liquidada su carrera ante el asombro del resto del mundo.
Mucho me temo que los actuales dirigentes de la derecha sean incapaces de rectificar el rumbo político cuyos principales rasgos he descrito antes, a los que cabría añadir unos cuantos más ensayados con carácter previo en Madrid y Valencia. El desaire a los periodistas, a los que se ignora o se les contesta con excentricidades, obviando que es a los ciudadanos a los que verdaderamente se dirige este desprecio y que en las democracias occidentales el poder se somete cada día al escrutinio de la opinión pública, o al menos a aquella parte de la opinión pública que le interroga. La deformación masiva de la realidad mediante la manipulación de los medios de comunicación social públicos, y aun de aquellos privados que gustosamente contribuyen a cambio de dádivas y privilegios de todo tipo. La bastarda contraposición de un poder del Estado, el Ejecutivo, a todos los demás, especialmente al judicial cuando éste no se pliega de grado a sus exigencias, como se ha visto con Garzón o, en otro orden de cosas, con Caja Madrid. Todo ello muestra, en mi opinión, que el proyecto político de los actuales líderes de la derecha para los españoles, de no mediar rectificación, se reduce, en cuanto a libertades democráticas se refiere, a un bonapartismo sin carisma en el que el principio caudillista de legitimidad acaba embruteciendo y desfigurando una vida política que debería transcurrir, pasados más de 30 años de la aprobación de la Constitución, por vías más homologables con el resto de Europa. Todo ello estaba ahí, en mayor o menor medida, antes del escándalo. La trama corrupta lo ha exacerbado hasta el esperpento actual. Ésas son, creo yo, las verdaderas consecuencias del caso Gürtel, de las que Rajoy y los suyos no quieren, no pueden o no saben desuncirse, y que impide contar con el PP vigoroso y preparado que España necesita para asumir la gobernación sin lastre alguno. Una bribonada, en efecto. Pero no contra el PP, como pretenden, sino contra la mitad del electorado que legítimamente les elige para encarnar y defender sus sueños de progreso, primero, y contra el conjunto de la ciudadanía después.
Todo ello comenzó mientras el señor Aznar, a la sazón presidente del Gobierno, casaba a su hija en El Escorial -sarao al que asistieron como invitados distinguidos algunos de estos vividores- y dirigía los destinos de España con tal concentración que descuidó lo que la corte de los milagros organizaba a sus espaldas, según pudieron descubrir atónitos los espectadores que el jueves pasado siguieran la entrevista en CNN+ de Iñaki Gabilondo con la señora Cospedal, hoy secretaria general de ese mismo partido. Sobre que el saqueo se prolongara unos años más en los feudos del PP de Madrid y Valencia quedamos de momento huérfanos de explicación. Nadie en el partido supo nada, ni es responsable de nada, ni asume naturalmente responsabilidad política alguna por nada.
La derecha no logra incorporarse del todo a la gran tradición conservadora del resto de Europa
La campaña orquestada contra Garzón tiene mucho que ver con el sectarismo de los tribunales españoles
Para desgracia suya, la frenética sucesión de acontecimientos de los últimos meses en torno a la trama de corrupción, cuyo clímax se ha alcanzado esta semana tras levantar el juez el secreto sobre casi 50.000 folios del sumario, ha dejado en nada el intento de los dirigentes de la derecha de establecer un cordón sanitario entre los presuntos delincuentes y los políticos implicados, convencida como está la generalidad de los españoles de que no caben muchos distingos entre unos y otros. Los ciudadanos consideran de forma mayoritaria -incluido un notable porcentaje de votantes del Partido Popular-, como publica hoy EL PAÍS, que Francisco Camps y Esperanza Aguirre son también responsables de las tropelías de la trama Gürtel en sus respectivos territorios, y que el líder del partido, Mariano Rajoy, siempre ha sabido más de las andanzas de los corruptos de lo que ha venido en reconocer, a tenor de sus vacilaciones con el ex tesorero del partido, y a día de hoy todavía miembro del Grupo Popular en el Senado, Luis Bárcenas.
Son tantas y tan obscenas las colecciones de relojes de lujo, los bolsos, los trajes, algún yate, los inconfesables negocios inmobiliarios, los millones cobrados en comisiones diversas y las vergonzosas conversaciones grabadas entre los sospechosos que convierten en irrisorios, me parece a mí, los intentos del PP y de sus terminales mediáticas de encapsular al partido de tanto desafuero, y sobre ello no vale la pena seguir discutiendo. Más me interesa, por el contrario, una reflexión en profundidad sobre la venalidad en la democracia española que vaya más allá de la constatación más o menos impotente del lamentable estado en que se encuentra la política en este país. Hay que defender la democracia, sostiene Norberto Bobbio, aun cuando ésta sea ineficiente o corrupta. Y hay que hacerlo también, me atrevería a añadir yo, aun cuando la insensatez y la escasa cultura democrática de gran parte de la clase política, especialmente de una derecha que no logra incorporarse del todo a la gran tradición conservadora del resto de Europa, augure un triste futuro a la tarea.
Resulta conveniente recordar, por tanto, que el preámbulo a la Constitución sentó en su día la voluntad de establecer en España una "sociedad democrática avanzada". Faltos de una definición más restrictiva, se ha tendido a asociar el concepto de democracia avanzada con aquellos países que disfrutan de un grado más elevado de derechos, libertades y garantías; pero también de prácticas y procedimientos del conjunto de sus instituciones y, en particular, de la justicia y los partidos políticos: lo que podríamos considerar como el cielo de la democracia, por contraposición al purgatorio y aun al infierno al que están sometidos millones de habitantes del planeta; o también la AAA de la democracia, por utilizar otra taxonomía muy en boga en estos tiempos de descalabros financieros. No resulta necesaria harta sagacidad para concluir que España no sólo no ha logrado en estas tres décadas situarse al nivel de los países con mejores prácticas, ni por lo que respecta a los partidos ni a los tribunales, sino que ahora se corre serio riesgo de descender aún más peldaños en esta particular escalera al infierno si, como todos los sondeos parecen apuntar, la derecha gana las próximas elecciones sin haber purgado previamente su papel central en el escándalo de Gürtel y otros (Matas, Fabra), y asumido las consecuencias que de ello se derivan.
No voy a insistir en lo obvio: la crisis económica que desde hace dos años castiga a España con una ferocidad desconocida para toda una generación, la impericia de los socialistas en comprender desde el primer momento los peligros de todo tipo que ésta comportaba y el comprensible retraimiento de una parte de los votantes de izquierda explican por qué los sondeos colocan de momento a Mariano Rajoy en La Moncloa tras las elecciones que previsiblemente se celebrarán en 2012. Por lo demás, y en lo que respecta a la corrupción, no creo que a estas alturas quepa duda alguna de que un eventual triunfo de la derecha traerá como correlato automático el discurso que ya hemos oído en su versión más arrabalera e iletrada en los mítines de Camps, Fabra o la siempre desaforada Rita Barberá. Los votos cosechados, han dicho todos ellos de una forma u otra, expían los abusos cometidos, y el pueblo, el mejor tribunal en última instancia, les absuelve así de los cargos que de forma atrabiliaria les atribuyeron jueces prevaricadores, fiscales partidistas y una policía manejada a su antojo por un Gobierno socialista constituido en régimen y decidido a liquidar la oposición. Para lograr sus objetivos, los socialistas no paran en mientes, según han afirmado tanto la señora Cospedal como el señor Cascos, vicepresidente con Aznar, respaldados de forma oficial por el partido este mismo viernes. Y así los españoles han tenido que escuchar de dirigentes cuyas declaraciones no toleraría ningún partido democrático en Europa cómo los policías trucan las pruebas del sumario o el Ministerio del Interior monta un sistema de escuchas ilegales contra la oposición política.
El que resulte estrambótica no convierte esta hez en menos peligrosa, y convendría no menospreciar su capacidad de desestabilización. La campaña que orquestaron los dirigentes populares contra Baltasar Garzón desde el mismo fin de semana que el juez encarceló al cabecilla de la trama tiene mucho que ver con el irrespirable clima que se ha creado en los tribunales españoles, sectarios y cargados de ideología, en los que el magistrado puede ver liquidada su carrera ante el asombro del resto del mundo.
Mucho me temo que los actuales dirigentes de la derecha sean incapaces de rectificar el rumbo político cuyos principales rasgos he descrito antes, a los que cabría añadir unos cuantos más ensayados con carácter previo en Madrid y Valencia. El desaire a los periodistas, a los que se ignora o se les contesta con excentricidades, obviando que es a los ciudadanos a los que verdaderamente se dirige este desprecio y que en las democracias occidentales el poder se somete cada día al escrutinio de la opinión pública, o al menos a aquella parte de la opinión pública que le interroga. La deformación masiva de la realidad mediante la manipulación de los medios de comunicación social públicos, y aun de aquellos privados que gustosamente contribuyen a cambio de dádivas y privilegios de todo tipo. La bastarda contraposición de un poder del Estado, el Ejecutivo, a todos los demás, especialmente al judicial cuando éste no se pliega de grado a sus exigencias, como se ha visto con Garzón o, en otro orden de cosas, con Caja Madrid. Todo ello muestra, en mi opinión, que el proyecto político de los actuales líderes de la derecha para los españoles, de no mediar rectificación, se reduce, en cuanto a libertades democráticas se refiere, a un bonapartismo sin carisma en el que el principio caudillista de legitimidad acaba embruteciendo y desfigurando una vida política que debería transcurrir, pasados más de 30 años de la aprobación de la Constitución, por vías más homologables con el resto de Europa. Todo ello estaba ahí, en mayor o menor medida, antes del escándalo. La trama corrupta lo ha exacerbado hasta el esperpento actual. Ésas son, creo yo, las verdaderas consecuencias del caso Gürtel, de las que Rajoy y los suyos no quieren, no pueden o no saben desuncirse, y que impide contar con el PP vigoroso y preparado que España necesita para asumir la gobernación sin lastre alguno. Una bribonada, en efecto. Pero no contra el PP, como pretenden, sino contra la mitad del electorado que legítimamente les elige para encarnar y defender sus sueños de progreso, primero, y contra el conjunto de la ciudadanía después.
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