Listín Daiario 21/06/2011.-
En el marco de la celebración del tercer congreso ordinario del Partido de los Trabajadores del Brasil, PT, realizado del 31 de agosto al 2 de septiembre de 2007, los delegados internacionales asistieron a un seminario que se efectuó con la intención de evaluar la marcha de los partidos progresistas en el continente y de pasar revista a los acontecimientos que en el orden social, económico y político se producían a nivel mundial, y en especial, en la región.
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Asistí a aquel evento junto al compañero José Oviedo Landestoy (El Gordo Oviedo) en representación del Partido de la Liberación Dominicana, PLD. En aquel escenario, compartido por otros dirigentes políticos dominicanos, entre los cuales estaba Rafael -Cucuyo- Báez, en condición de delegado del Partido Revolucionario Dominicano, PRD, intervino Fernando Lugo, presentado por el director de debates como el próximo presidente de Paraguay y aplaudido por los presentes entre el murmullo alegre que inspiraba el augurio de cambio hacia el progresismo en otro país sudamericano.
Lugo no me impresionó con su intervención, y pienso que tampoco al auditórium. De hecho su discurso sembró en mí la duda sobre un posible triunfo en las elecciones en que competiría; y es que vi desfiar como expositores a hombres y mujeres con mucha profundidad discursiva, adornada de un análisis conceptual cuasi académico, en muchos casos fluido y con la entonación y los giros que secuestraban la atención del más distraído.
El sacerdote de izquierda, sin embargo, al año de aquella intervención, el 15 de agosto de 2008, para ser exacto, asumió la presidencia de Paraguay para cerrar la puerta a la Asociación Nacional Republicana o Partido Colorado que es como se conoce, que venía de controlar el Gobierno por cerca de un siglo y que colocó raíces en el pueblo paraguayo desde su fundación en septiembre de 1887. Algunos afirman que en su nacimiento fue un partido liberal, antiimperialista, democrático y popular, pero resulta que sirvió de plataforma a largas dictaduras militares como la de Alfredo Stroessner que llegó al poder mediante un golpe de Estado en 1954 y se mantuvo en él hasta 1989 cuando otro golpe lo depuso, pero también fue de 1947 a 1963 la única organización política con reconocimiento legal.
El pueblo paraguayo quería un poco más que las precarias libertades que le brindó Juan Carlos Wasmosy, el primer presidente civil en cuatro décadas que, en su desastrosa gestión de gobierno, llevó a la quiebra a casi todo el sector financiero nacional y con ello arrastró la economía a una crisis de dimensiones catastróficas. Un país reprimido y secuestrado por tantos años, aislado internacionalmente, compitiendo con otros de la región por ocupar uno de los primeros lugares en pobreza, decidió ubicar sus esperanzas lejos del discurso habitual, de la retórica tradicional con que envolvían y ocultaban los políticos paraguayos sus compromisos con las minorías que gozaban de privilegios.
Entonces, ellas, las esperanzas, fueron encontradas en aquel sacerdote de discurso simple y cercano a los sectores menos favorecidos.
Lugo no me impresionó con su intervención, y pienso que tampoco al auditórium. De hecho su discurso sembró en mí la duda sobre un posible triunfo en las elecciones en que competiría; y es que vi desfiar como expositores a hombres y mujeres con mucha profundidad discursiva, adornada de un análisis conceptual cuasi académico, en muchos casos fluido y con la entonación y los giros que secuestraban la atención del más distraído.
El sacerdote de izquierda, sin embargo, al año de aquella intervención, el 15 de agosto de 2008, para ser exacto, asumió la presidencia de Paraguay para cerrar la puerta a la Asociación Nacional Republicana o Partido Colorado que es como se conoce, que venía de controlar el Gobierno por cerca de un siglo y que colocó raíces en el pueblo paraguayo desde su fundación en septiembre de 1887. Algunos afirman que en su nacimiento fue un partido liberal, antiimperialista, democrático y popular, pero resulta que sirvió de plataforma a largas dictaduras militares como la de Alfredo Stroessner que llegó al poder mediante un golpe de Estado en 1954 y se mantuvo en él hasta 1989 cuando otro golpe lo depuso, pero también fue de 1947 a 1963 la única organización política con reconocimiento legal.
El pueblo paraguayo quería un poco más que las precarias libertades que le brindó Juan Carlos Wasmosy, el primer presidente civil en cuatro décadas que, en su desastrosa gestión de gobierno, llevó a la quiebra a casi todo el sector financiero nacional y con ello arrastró la economía a una crisis de dimensiones catastróficas. Un país reprimido y secuestrado por tantos años, aislado internacionalmente, compitiendo con otros de la región por ocupar uno de los primeros lugares en pobreza, decidió ubicar sus esperanzas lejos del discurso habitual, de la retórica tradicional con que envolvían y ocultaban los políticos paraguayos sus compromisos con las minorías que gozaban de privilegios.
Entonces, ellas, las esperanzas, fueron encontradas en aquel sacerdote de discurso simple y cercano a los sectores menos favorecidos.
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