Por Manolo Pichardo
Listín Diario 26/06/2009.-
Jorge Luis Borges mostró simpatías por la tolerancia del budismo, la religión más profesada en el planeta sin que haya tenido que recurrir a la persecución, el asesinato, las torturas, la amenaza de un infi erno y acuerdos con los Estados para imponérseles a los pueblos.
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La espada, la sangre y el dolor barrieron con miles de culturas religiosas en el mundo y nuestra América es un vivo ejemplo de ello. México, azteca de sangre, está entre los tres países más católicos del mundo por todo lo que he dicho, sin embargo, el Estado es laico y por ello, cuando el Parlacen, a propósito del bicentenario de Benito Juárez, se trasladó a Ciudad de México para sesionar en el edifi cio del Senado y presentó su agenda a los anfi - triones en la que se establecía la “invocación a Dios”, las autoridades nos advirtieron que en ningún edifi cio del gobierno se podían practicar ritos o eventos religiosos.
Por aquí la cosa es distinta. En el Palacio Nacional, donde está instalado el gobierno del Estado, hay una capilla católica, el Presidente es obligado por un protocolo a ir a misa después de juramentado, los gobiernos usan los fondos públicos, alimentados con impuestos de católicos, evangélicos, musulmanes, adventistas, budistas y no creyentes, para construir templos católicos; las universidades católicas, entre las más caras del país, reciben subvenciones del Ejecutivo.
Con estas prácticas se promueve la discriminación. Nací y me crié en la iglesia evangélica, por lo que desde pequeño sentí cómo el Estado, institución que teóricamente representa a toda la sociedad, opera junto a los católicos para aplastar a los demás creyentes y no creyentes.
Los evangélicos, a propósito de la reforma constitucional, reclaman que sus casamientos tengan fuerza de ley, como ocurre con los católicos. De permitirse, continuaría la discriminación, pues en un Estado laico y verdaderamente democrático, el matrimonio debe ser de su exclusiva responsabilidad, y el concordato una aberración.
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La espada, la sangre y el dolor barrieron con miles de culturas religiosas en el mundo y nuestra América es un vivo ejemplo de ello. México, azteca de sangre, está entre los tres países más católicos del mundo por todo lo que he dicho, sin embargo, el Estado es laico y por ello, cuando el Parlacen, a propósito del bicentenario de Benito Juárez, se trasladó a Ciudad de México para sesionar en el edifi cio del Senado y presentó su agenda a los anfi - triones en la que se establecía la “invocación a Dios”, las autoridades nos advirtieron que en ningún edifi cio del gobierno se podían practicar ritos o eventos religiosos.
Por aquí la cosa es distinta. En el Palacio Nacional, donde está instalado el gobierno del Estado, hay una capilla católica, el Presidente es obligado por un protocolo a ir a misa después de juramentado, los gobiernos usan los fondos públicos, alimentados con impuestos de católicos, evangélicos, musulmanes, adventistas, budistas y no creyentes, para construir templos católicos; las universidades católicas, entre las más caras del país, reciben subvenciones del Ejecutivo.
Con estas prácticas se promueve la discriminación. Nací y me crié en la iglesia evangélica, por lo que desde pequeño sentí cómo el Estado, institución que teóricamente representa a toda la sociedad, opera junto a los católicos para aplastar a los demás creyentes y no creyentes.
Los evangélicos, a propósito de la reforma constitucional, reclaman que sus casamientos tengan fuerza de ley, como ocurre con los católicos. De permitirse, continuaría la discriminación, pues en un Estado laico y verdaderamente democrático, el matrimonio debe ser de su exclusiva responsabilidad, y el concordato una aberración.
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