Listín Diario 30/07/2010.-
Las declaraciones de Franklin Almeyda en las que afirmó que en la Policía Nacional hay un montón de generales que quieren ser jefes de la entidad para enriquecerse, se publicaron y desaparecieron de los medios sin que llamaran la atención de los que hacen opinión; los políticos, los religiosos y los ciudadanos de a pie, porque parece ser que esta cuestión del enriquecimiento fácil e ilícito se asume como normal en la sociedad que hemos venido construyendo.
¡Tal futilidad espanta! Ya se ve como anormal que un individuo que ocupe un puesto público lo abandone sin convertirse en millonario. La línea entre lo debido e indebido es cada vez más tenue. La corrupción no es asunto que pueda incidir en un torneo electoral, y así lo revelan las encuestas porque quizás para los votantes “todos somos corruptos”, como lo expresara don Rafael Herrera en un editorial memorable a raíz de las acusaciones y juicio que lograron condenar al ex presidente Salvador Jorge Blanco.
Pocos parecen reparar en el peligro que entraña para la gobernabilidad que los elegidos para dirigir los destinos de un pueblo, no sólo se corrompan sino que no escondan los suntuosos bienes acumulados a través del robo al erario, que es dinero del pueblo, sino también a través del hurto directo al ciudadano por la vía de la violación a sus derechos más elementales como la libre circulación u otras maneras igual de rudimentarias y vulgares.
Es que ante el cuadro de corrupción generalizada, ¿quién acatará la sentencia de un juez corrupto? ¿Quién obedecerá la orden de detención de un policía que pudiera ser un atracador? ¿Quién se tomará en serio las versiones de persecución al narcotráfico si en el negocio está gran parte de los persecutores? ¿Qué policía de bajo rango no se sentirá tentado a delinquir si sus jefes exhiben riquezas que desbordan sus salarios? ¿Qué funcionario público de segunda hasta quinta categoría no se sentirá estimulado a robar si sus superiores, a pesar del perfume que todos les huelen, se revuelcan en el fango de la corrupción?
Pocos parecen reparar en el peligro que entraña para la gobernabilidad que los elegidos para dirigir los destinos de un pueblo, no sólo se corrompan sino que no escondan los suntuosos bienes acumulados a través del robo al erario, que es dinero del pueblo, sino también a través del hurto directo al ciudadano por la vía de la violación a sus derechos más elementales como la libre circulación u otras maneras igual de rudimentarias y vulgares.
Es que ante el cuadro de corrupción generalizada, ¿quién acatará la sentencia de un juez corrupto? ¿Quién obedecerá la orden de detención de un policía que pudiera ser un atracador? ¿Quién se tomará en serio las versiones de persecución al narcotráfico si en el negocio está gran parte de los persecutores? ¿Qué policía de bajo rango no se sentirá tentado a delinquir si sus jefes exhiben riquezas que desbordan sus salarios? ¿Qué funcionario público de segunda hasta quinta categoría no se sentirá estimulado a robar si sus superiores, a pesar del perfume que todos les huelen, se revuelcan en el fango de la corrupción?
Como la obligación moral de la obediencia está sujeta al ejemplo ético de los que conducen el destino del pueblo, cuando el ejemplo se retuerce, el respeto, el crédito y la confianza se pierden y aparece la rebeldía, entonces llega el caos, porque los pequeños igual que los grandes, y los políticos y empresarios corruptos, lucharán por la ubre, por un trozo del pastel, del dinero evadido o lavado, de la droga incautada, del cuerpo del delito y todo lo podrido y no podrido que represente riquezas.
Cuando la corrupción hace metástasis penetrando a todo el tejido social, no sólo afecta moralmente a una sociedad, sino que ésta impide su desarrollo porque los recursos que se pierden en las uñas de los manilargos, evidentemente que no llegan a los proyectos colectivos destinados a sepultar la ignorancia y la pobreza.
Cuando la corrupción hace metástasis penetrando a todo el tejido social, no sólo afecta moralmente a una sociedad, sino que ésta impide su desarrollo porque los recursos que se pierden en las uñas de los manilargos, evidentemente que no llegan a los proyectos colectivos destinados a sepultar la ignorancia y la pobreza.
¡Cuidado! ¡estamos a tiempo!
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