En la capital del país todavía es posible acudir a fiestas, centros nocturnos, reuniones en domicilios, y otras actividades que en Chihuahua, Jalisco, Michoacán o Tamaulipas pueden costar la vida. Todavía no ven los capitalinos ejecuciones masivas, granadas en plazas públicas, balaceras en centros comerciales, narcobloqueos en las avenidas. ¿Llegarán pronto? Al parecer es algo que Marcelo Ebrard, jefe de gobierno del Distrito Federal, quiere evitar “cueste lo que cueste”.
Ayer, Ebrard mostró el talante —y quizá el nerviosismo— al declarar que los asesinos de cuatro personas en una pizzería de la ciudad “no se la van a acabar”. Quizá el mandatario manda un mensaje a los criminales de que la impunidad conseguida en otras entidades no se repetirá en la ciudad de México.
En principio, se aplaude que la autoridad en el Distrito Federal sí asuma sus facultades y busque responder con sus propios medios a los problemas de seguridad, no como otros gobernadores que culpan de la violencia en sus estados al gobierno federal, mientras que año con año estiran la mano para recibir más recursos de la Federación.
Pero también preocupa el tipo de discurso empleado, porque puede reflejar la intención de poner orden sin importar los métodos. Una cosa es decir que no habrá impunidad, y otra que los culpables “no se la van a acabar”. Ya conocemos la historia de valentonadas discursivas provenientes del gobierno federal y de algunos mandatarios locales, cuyos abusos o falta de procedimientos judiciales se respaldan en dichos como: “Los estamos esperando (a los delincuentes)”, frase de Fernando Gómez Mont, ex secretario de Gobernación. O “Estamos en guerra y no puedo dar ninguna información”, palabras de Mauricio Fernández, alcalde de San Pedro, Nuevo León.
Los matices son necesarios para diferenciarse de mandatarios locales e incluso del presidente Felipe Calderón, quienes han desestimado factores como la presunción de inocencia o el debido proceso en el afán de hacer justicia “en caliente”. Marcelo Ebrard debe demostrar no sólo que se hace responsable por la seguridad en el Distrito Federal, sino que conseguirá la tranquilidad de sus ciudadanos con la ley como única herramienta válida.
Como dice el pasaje bíblico: en el principio fue el verbo. Y del verbo, de su enjundia, pueden desprenderse acciones cuestionables.
Ayer, Ebrard mostró el talante —y quizá el nerviosismo— al declarar que los asesinos de cuatro personas en una pizzería de la ciudad “no se la van a acabar”. Quizá el mandatario manda un mensaje a los criminales de que la impunidad conseguida en otras entidades no se repetirá en la ciudad de México.
En principio, se aplaude que la autoridad en el Distrito Federal sí asuma sus facultades y busque responder con sus propios medios a los problemas de seguridad, no como otros gobernadores que culpan de la violencia en sus estados al gobierno federal, mientras que año con año estiran la mano para recibir más recursos de la Federación.
Pero también preocupa el tipo de discurso empleado, porque puede reflejar la intención de poner orden sin importar los métodos. Una cosa es decir que no habrá impunidad, y otra que los culpables “no se la van a acabar”. Ya conocemos la historia de valentonadas discursivas provenientes del gobierno federal y de algunos mandatarios locales, cuyos abusos o falta de procedimientos judiciales se respaldan en dichos como: “Los estamos esperando (a los delincuentes)”, frase de Fernando Gómez Mont, ex secretario de Gobernación. O “Estamos en guerra y no puedo dar ninguna información”, palabras de Mauricio Fernández, alcalde de San Pedro, Nuevo León.
Los matices son necesarios para diferenciarse de mandatarios locales e incluso del presidente Felipe Calderón, quienes han desestimado factores como la presunción de inocencia o el debido proceso en el afán de hacer justicia “en caliente”. Marcelo Ebrard debe demostrar no sólo que se hace responsable por la seguridad en el Distrito Federal, sino que conseguirá la tranquilidad de sus ciudadanos con la ley como única herramienta válida.
Como dice el pasaje bíblico: en el principio fue el verbo. Y del verbo, de su enjundia, pueden desprenderse acciones cuestionables.
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