Listín Diario 11/06/2010.-
A decir de Niní, lo que conocemos como el “concho” inició quizá por los años cuarenta o cincuenta.
Para la época la ciudad de Santo Domingo se reducía a la Ciudad Colonial, Ciudad Nueva, San Carlos, San Lázaro o algún villorrio cercano a estos. Las grandes distancias no existían en la capital; para trasladarse a Mendoza, un semillero de barrios ubicados en la zona oriental de lo que hoy es el Distrito Nacional, se debían tomar unos minibuses destartalados considerados como parte del servicio de transporte interurbano.
Para la época la ciudad de Santo Domingo se reducía a la Ciudad Colonial, Ciudad Nueva, San Carlos, San Lázaro o algún villorrio cercano a estos. Las grandes distancias no existían en la capital; para trasladarse a Mendoza, un semillero de barrios ubicados en la zona oriental de lo que hoy es el Distrito Nacional, se debían tomar unos minibuses destartalados considerados como parte del servicio de transporte interurbano.
Los que vivían al Este del río Ozama llamaban la “ciudad” a la parte Oeste que servía de nicho a la Policía Nacional, el Congreso de la República y el resto de oficinas gubernamentales.
Todo según Niní, mi abuelo materno, que en asuntos de conocimiento fue casi un ayo para mí, pues de niño, bajo la sombra de una enramada que protegía de la intemperie su enorme banco de carpintería, me guiaba por los senderos de la historia, la política, la economía y toda disciplina que atrapaba en la lectura y el oído sin ayuda de la academia.
Mis habituales encuentros con él se produjeron antes de mis ocho años, para entonces era un furibundo seguidor de Juan Bosch y escogidista empedernido. Aunque fue mi primer orientador decidí ser liceísta, y cuando resolvió adversar a don Juan desde su piel hasta sus vísceras, porque prefirió seguir siendo de los blancos, me cambié a morado, pero lo amé hasta el día en que partió para siempre, pues ambos nos ligamos por toda la “eternitud”.
Entre el melódico ruido del serrucho y los golpes secos del martillo fluían sus charlas en castellano limpio; siempre alardeaba de que había sido chofer del periódico La Nación, ya que conducir un vehículo para aquellos años era un privilegio, pues los autos no abundaban y mucha gente se movía a pie o a caballo. En uno de esos arranques de orgullo me contó lo del origen del “concho”.
Todo comenzó, según lo que mi memoria guarda, con un señor al que apodaban Concho que en un carro de su propiedad decidió trasladar a personas desde un extremo de la calle El Conde hasta el otro. El invento gustó y la gente comenzó a montarse en el carro de Concho que luego fueron dos y más, hasta convertirse en sistema de rutas que nunca se han desvinculado del apodo de su creador.
En aquel momento fue una idea genial y provechosa, hoy día, con una ciudad atestada de personas, resulta inapropiado, anticuado, costoso y “arrabalizador”.
Todo según Niní, mi abuelo materno, que en asuntos de conocimiento fue casi un ayo para mí, pues de niño, bajo la sombra de una enramada que protegía de la intemperie su enorme banco de carpintería, me guiaba por los senderos de la historia, la política, la economía y toda disciplina que atrapaba en la lectura y el oído sin ayuda de la academia.
Mis habituales encuentros con él se produjeron antes de mis ocho años, para entonces era un furibundo seguidor de Juan Bosch y escogidista empedernido. Aunque fue mi primer orientador decidí ser liceísta, y cuando resolvió adversar a don Juan desde su piel hasta sus vísceras, porque prefirió seguir siendo de los blancos, me cambié a morado, pero lo amé hasta el día en que partió para siempre, pues ambos nos ligamos por toda la “eternitud”.
Entre el melódico ruido del serrucho y los golpes secos del martillo fluían sus charlas en castellano limpio; siempre alardeaba de que había sido chofer del periódico La Nación, ya que conducir un vehículo para aquellos años era un privilegio, pues los autos no abundaban y mucha gente se movía a pie o a caballo. En uno de esos arranques de orgullo me contó lo del origen del “concho”.
Todo comenzó, según lo que mi memoria guarda, con un señor al que apodaban Concho que en un carro de su propiedad decidió trasladar a personas desde un extremo de la calle El Conde hasta el otro. El invento gustó y la gente comenzó a montarse en el carro de Concho que luego fueron dos y más, hasta convertirse en sistema de rutas que nunca se han desvinculado del apodo de su creador.
En aquel momento fue una idea genial y provechosa, hoy día, con una ciudad atestada de personas, resulta inapropiado, anticuado, costoso y “arrabalizador”.
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