domingo, 27 de diciembre de 2009

Los indios no son hombres

Por Rosa Montero
El País 27/12/2009.- Por definición, el prejuicio es algo que antecede al juicio… o sea, es un producto mental que ni siquiera llega a la categoría de pensamiento, porque para pensar se necesita usar la razón y la reflexión, mientras que el prejuicio es como un borrón, como un momentáneo apagón neuronal que impide que veamos la realidad correctamente. El prejuicio, por otra parte, es un precipitado de la costumbre. Quiero decir que los prejuicios se transmiten, desde luego, pero sin que tengamos conciencia de haberlos aprendido: simplemente creemos que el mundo es así; que lo que sostenemos no es una opinión, sino una realidad tan incontestable que no necesita ser probada.
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Los prejuicios son tan básicos y están tan profundamente hincados dentro de nosotros que ni siquiera sabemos que los tenemos. Son como parásitos ocultos de nuestro pensamiento, y lo peor es que se trata de una plaga que padecemos todos sin excepción.
Leyendo a Stefan Zweig me pregunto con cierta inquietud por mis propias zonas de sombra
Pensaba en todo esto mientras leía Momentos estelares de la humanidad (editorial Acantilado), catorce miniaturas históricas, como reza el subtítulo, redactadas por Stefan Zweig. Es un libro interesante y encantador y además yo adoro al pobre Zweig, un escritor inteligente, apasionado y honesto, un luchador de la tolerancia y la convivencia que se suicidó junto con su mujer en 1941, desolado por lo que por entonces parecía la victoria imparable del nazismo. Zweig era judío, y sin duda este dato influyó en su desconsuelo; pero yo creo que su angustia era básicamente humanista, el horror del hombre bueno ante el infierno.
Pues bien, este escritor al que quiero y admiro, y en quien presumo una especial sensibilidad por los débiles, por los sometidos y marginados, desliza en el libro varias afirmaciones sorprendentes que indican una clara ceguera prejuiciosa. Por ejemplo, en el capítulo en el que habla del descubrimiento de El Dorado, y hablando del salvaje Oeste, dice lo siguiente: “(esas) estepas con sus enormes manadas de bisontes y en las que durante días, durante semanas, no aparece un solo hombre, únicamente los pieles rojas las recorren a galope tendido”. Cáspita, qué lapsus tan fuerte: de modo que los indios no son hombres. Y, para demostrar que ese párrafo no ha sido una errata, en el texto dedicado a Núñez de Balboa explica que Enciso, alcalde de una colonia cercana al estrecho de Panamá, “en medio de esa selva nunca pisada por el hombre, prohíbe a los soldados adquirir oro de los indígenas”. En fin, la incongruencia de la frase habla por sí sola.
Como ambos textos abundan en el mismo error, es probable que el humanista Zweig tuviera ese punto de oscuridad en la cabeza; que, siendo sin duda un ferviente partidario de los logros civilizados y democráticos, tendiera a ignorar y menospreciar a los salvajes, un prejuicio enormemente extendido hasta que, en la década de los sesenta, empezó a valorarse la diferencia. La cultura de lo políticamente correcto, que hoy ha llegado a límites aberrantes y retrógrados, tuvo su origen en algo esencialmente justo y razonable: en la necesidad de dar voz a los que nunca la tuvieron. Hoy Zweig jamás diría algo semejante, porque sin duda a estas alturas sería consciente de su etnocentrismo.
Leyendo al escritor austriaco me pregunto con cierta inquietud por mis propias zonas de sombra. Que sin duda padezco. De algunas he llegado a ser consciente; por ejemplo, recuerdo que hace bastantes años vi un episodio de Star Trek en la televisión de un bar de Santiago de Compostela, y cuando salió el vulcano Spock hablando en gallego me desternillé de risa, me pareció grotesco y muy chistoso, cosa que me afeó inmediatamente un amigo del lugar que estaba presente. Y tenía razón: ¿por qué iba a ser más grotesco el gallego que el castellano? Y aún peor: probablemente si hubiera visto a Spock doblado al francés, pongamos, no me hubiera resultado tan risible. Era una vez más el etnocentrismo, la maldita costumbre de la propia horda, el hecho de que, por entonces, hace ya tiempo, todavía no se hubiera normalizado el uso de las otras lenguas nacionales. Vivimos encerrados en la estrecha cárcel de nuestra pequeña realidad, y eso nos impide pensar libremente. Un último ejemplo: mi padre, que fue torero profesional, amaba profundamente a los animales (es algo que les sucede a muchos matadores). Yo aprendí de él ese amor, pero también su gusto por las corridas; en mi infancia y mi juventud asistí a decenas de ellas sin que me parecieran violentas. Tuvieron que pasar bastantes años hasta que pude liberarme de esa ceguera del hábito, del callo de la rutina. Hasta que pude ver la realidad desde otro lado. Los prejuicios se nos enredan en las neuronas y nos atontan.

domingo, 20 de diciembre de 2009

¿Adelantará China a Japón en 2010?

BBC Mundo /Redacción
19/12/2009.-
Algunos economistas consideran que, de acuerdo con los datos económicos de los últimos doce meses, China podría arrebatar a Japón el título de segunda mayor economía del mundo el próximo año.
Durante la última década, el crecimiento económico de China ha superado en tres o cuatro puntos al de Japón todos los años. En 2009, cuando la mayoría de las grandes potencias apenas están saliendo de la recesión, Pekín prevé crecer un 8,3%. Esta cifra está por encima de las estimaciones oficiales y obligó al Banco Mundial a revisar sus pronósticos.
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Parte de este crecimiento se debe al plan de estímulo financiero aplicado por el gobierno chino, que inyectó más de US$585.000 millones en la economía. La flexibilización del acceso a créditos bancarios y la inversión en infraestructuras fueron los ejes de este plan. Como resultado, en el último año, China vio un fuerte crecimiento del empleo y del consumo interno, que unidos a la recuperación de las exportaciones en meses recientes condujeron al notable crecimiento económico de 2009.
En contraste, Japón creció un 1,3% en el tercer trimestre y el gobierno se vio obligado a revisar a la baja sus previsiones.
Poder económico y político
Esto representaría un cambio en el poder económico, desde las economías tradicionalmente avanzadas a países emergente como China. Aunque los criterios para medir el tamaño de una economía no siempre son exactos, los economistas creen que, a la luz de estos resultados, es muy probable que China pase del tercer al segundo lugar en el ranking económico mundial. "Esto representaría un cambio en el poder económico, desde las economías tradicionalmente avanzadas a países emergente como China.
Sin embargo, si lo vemos desde una perspectiva política, el mundo aún está ordenado en función de esas potencias tradicionales", apuntó el economista Li Wei, del Banco Standard Chartered en Shangai. Desde Tokio, la posibilidad de que el auge chino acelere el declive japonés se contempla como un riesgo. La población nipona está envejeciendo y la deuda nacional crece. Al mismo tiempo, China moderniza su economía y compite más directamente con Japón.
Desafíos
Por ejemplo, en 2010 es casi seguro que Pekín le arrebate a Tokio el título de mayor fabricante de automóviles del mundo.Sin embargo, apuntan los expertos, los desafíos a los que se enfrenta el gigante asiático son enormes, sobre todo en materia de calidad de vida y condiciones de trabajo de sus habitantes. Un trabajador chino cobra de media la décima parte que uno japonés. Por otro lado, el Estado del bienestar en Japón –sobre todo en materia de salud y educación- está mucho más avanzado que en China. Y también en este país está envejeciendo la población. A menudo, los economistas resumen la encrucijada china con una pregunta: ¿será capaz China de hacerse rica antes que vieja?

sábado, 19 de diciembre de 2009

El mercado en los partidos políticos

Por Tony Capellán
Especial para UMBRAL
14/12/2009.-
El siglo XXI llegó a la humanidad cargado de cambios sustanciales en todas las esferas de las sociedades nacionales. Dentro de esos cambios, el nuevo siglo trajo consigo el dominio del mercado sobre los sistemas de controles de las naciones y para esto se busca abolir las regulaciones aduaneras.
El mercado se ha entendido, como una actividad en la que entran en estrecha relación los ofertantes (productores y vendedores) y demandantes (consumidores, compradores) de un determinado bien o servicio. Esta relación se lleva cabo por medio de transacciones comerciales entre las partes.
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Pero hay áreas en las que nunca se concibió el dominio del mercado y ni siquiera la influencia de éste. Tal es el caso de la política partidaria y los sistemas de elección interna de los partidos. En estos sistemas lo que dominaba era el liderazgo, las habilidades políticas y la presencia de una significativa personalidad partidaria que obtenía apoyo.
Hoy, el mundo del sistema de partidos es otro en la República Dominicana , ya que las virtudes, los valores y las cualidades profesionales no es lo que se impone en este nuevo mundo político del país, en el que existe un abundante y pragmático mercado que corrompe a las organizaciones políticas en sus estructuras, sus dirigencias, sus principios y disciplinas.
Sólo pueden aspirar como candidatos a puestos dirigenciales, congresionales o municipales, aquellos miembros o advenedizos de los partidos que cuentan con un gran capital para comprar el votante, el voto es una mercancía que se vende al que más paga, y como se necesitan tantos votos para ganar una posición, cuando se gana, el puesto queda comprado por un alto costo.
Esto trae grandes implicaciones negativas como son: a) la conciencia política queda sin efecto; b) las posiciones las ganan, no los más idóneos, sino los que más dinero gastan; c) las instituciones pierden a los representantes más genuinos; d) la moral y la ética política quedan fuera del accionar político; e) al narcotráfico se le facilita su penetración a los partidos y a los poderes del Estado y los municipios; f) los intereses personales crean el caos en los partidos y sus sistemas de elección; g) los auténticos y diestros líderes y dirigentes son reemplazados por nuevos integrantes que no tienen formación política; h) al llegar a los puestos, los representantes sólo buscan prebendas personales; i) los proyectos de nación y de representación se ven afectados en su desarrollo y programación; j) la virtud política queda sin existencia, y k) el país se pierde los mejores talentos como representantes del Estado.
Cada día, las nuevas generaciones son más consumistas y para esto debe producirse más, no importa cómo. Lo importante es tener ganancias de lo que posee cada quien, si se posee el derecho al voto y con éste se puede obtener dinero mercadeándolo, la nueva moral del mercado lo permite, si es que existe esa moral.
Antes, los líderes, por medio de sus orientaciones y los partidos por sus ideologías, conducían a las masas mediante valores políticos y estas obedecían condicionadas en el mensaje que se le llevaba. Los derechos políticos eran actos de conciencia y simpatía con propósitos cívicos puestos al servicio de la organización política a la que se perteneciera o se simpatizara. Hoy los derechos políticos del ciudadano son una especie de mercancía en un mercado electoral de valores comerciales, sólo al servicio de la ganancia económica.
Todo esto no ha caído del cielo ni ha sido obra de la naturaleza, es el producto del llamado clientelismo político, al que preferimos llamarle “merclientelismo político”. Pero ese modo ha sido creado por los líderes y dirigentes de los partidos, y ha llegado tan lejos que hoy casi nadie posee calidad moral para combatirlo, pues quienes la tienen han sido desplazados de la primacía partidaria.
Se impone pues, una revisión rápida del curso que va tomando la política dominicana, pero no basada en las actitudes sólo de las masas populares, hay que empezar por la conducta de quienes han creado el merclientelismo político y quienes lo han permitido teniendo la facultad de evitarlo y no haciendo nada para ello.
La ley de partidos debe ser bien ponderada, el voto preferencial debe ser revisado, los controles partidarios deben volver al pasado y la formación de dirigentes políticos debe ser necesaria.
Como los partidos políticos son los que generan el personal administrativo del Estado, estos deben ser instituciones formales y morales, para no llevar a los órganos gubernativos personas no aptas para los cargos, que en vez de aportar servicios al país, se sirvan sólo de la nación como pasa con frecuencia.
No dejemos destruir las instituciones democráticas que sirven al Estado como fuente de los recursos políticos de administración pública, para que mañana no se nos bautice con el sobrenombre de “Estado fallido” o “Narco Estado”. Todavía hay tiempo.

Juan Bosch: práctica de la separación

Por Diógenes Céspedes
Hoy 19/12/2009.-
Hay hechos pequeños y grandes en la práctica de la separación entre lo público y lo privado durante el ejercicio del poder político por parte de Juan Bosch en su primer gobierno constitucional de 1963.
Los datos están en el libro de Mildred Guzmán, “El Bosch que yo conocí”. Pero no por pequeños dejan de ser emblemáticos. El despido de su asistente personal Virgilio Gell, por comprobarse un caso de corrupción ascendente a $ 25.000 pesos, mediante tráfico de influencia.
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Y grandes fueron el despido del Ministro de Industria y Comercio, Diego Bordas, por corrupción, así como el rechazo a la solicitud de ex presidente cubano Carlos Prío Socorrás para instalar en el país un campamento anticastrista. La firmeza de carácter de Bosch se impuso por encima de consideraciones de amistad e incluso del favor político que disfrutó Don Juan bajo el gobierno de Prío. Cuando este último vio que Bosch rechazó su oferta, le planteó otra peor: la compra de 4.000 toneladas de trigo en Canadá para ayudar a la revolución contra Castro. No hay que ser listo para adivinar que el dinero iría a parar a los bolsillos de Prío. Bosch rechazó la segunda oferta con el alegato de que el país tenía suficiente trigo. Ante esta posición, Prío salió del Palacio Nacional con el rabo entre las piernas y solo atinó a mascullar: “Juan ha cambiado mucho, ya es un comunista.” (Op. cit., pp-138-40) El otro gran hecho político fue la separación entre Estado e Iglesia, contenido en la Constitución de 1963 y que en la entrevista de Don Juan con Isaolim Mieses y Wilson Hernández (op. cit., pp. 121-23) explica, a partir de consideraciones históricas eruditas, cómo los intereses franceses en las colonias de Argelia, de Indochina y de países africanos que profesaban distintas religiones impusieron la separación entre Iglesia y Estado. También explica Don Juan el caso español después de Franco y se remonta a los orígenes de esa lucha en España con Francisco Giner, Sanz del Río y otros intelectuales, con lo cual nuestro político dominicano ratifica su posición prístina anterior incluso a la Constitución de 1963.
Pero en nuestro país, donde la fracción burguesa quedó atrapada por el frente oligárquico recompuesto por los norteamericanos después de la muerte de Trujillo, era imposible que tal fracción se planteara la separación entre Iglesia y Estado, tal como lo proclamaba la Constitución burguesa de 1963. Lo que Bosch llama el “atraso” mental, cultural, ideológico, unido a la ausencia de conciencia política, nacional y de clase, impedía –e impide todavía hoy- semejante planteamiento que implica la legitimación de una burguesía nacional independiente.
La herencia política de Don Juan, que según él era el partido, está hundida en el mismo “atraso” mental, cultural e ideológico, y en la misma ausencia de conciencia política, nacional y de clase de cada uno de sus miembros, y por esa razón no ha podido superar el pensamiento político de Don Juan y ha producido, a través de tres mandatos, el tipo de gobierno que su fundador estaba negado a encabezar en 1990, según se lo manifestó a Miguel Cocco.
Ahora me voy al punto de los adversarios y de la amistad. Primero, don Juan, conocedor a fondo de nuestra sociedad, respetó siempre a sus adversarios, sin importar el litoral político de donde proviniesen. Para el militante comunista que le abucheó, tuvo compasión por su ignorancia. A los periodistas pagados y no pagados les comprendió en los ataques que casi siempre dirigieron a su persona, no al político, pero incluso así Don Juan no se lo tomó personalmente. Todo lo analizaba políticamente, con su tesis de la inconsciencia política de la mayoría del pueblo dominicano. El había teorizado el chisme como industria o deporte nacional, y así juzgaba los ataques personales, como lo atestiguan las consideraciones conceptuales de la carta que dirige a Víctor Livio Cedeño, a la sazón director del periódico El Sol, el 1 de octubre de 1979: “Como de todo hombre público, muy especialmente en países de composición social similar a la de la República Dominicana, de mí se han dicho y se dicen con frecuencia mentiras que en algunos casos tienen su origen en servicios secretos extranjeros y en otros son expresiones de pasiones políticas desviadas hacia ataques personales, y a menudo esas mentiras son impresas en periódicos. Tal sucedió, por ejemplo, cuando un señor llamado Ubi Rivas dijo en El Sol que el día 6 de mayo del año pasado yo había dormido en la casa de Ramón Font Bernard…” (pp. 314-315)
No hubo acusación política por mendaz que fuera, tanto en el ámbito nacional como en el extranjero en contra de Juan Bosch que él no la respondiera con una gran altura analítica. Por eso era un líder, un gran líder.
En el plano de la amistad, habría que comenzar un poco antes de su salida al exilio en 1938 para comprobar cómo don Juan hizo y mantuvo relaciones de amistad, más literarias y culturales que políticas, para esa época, con Mario Fermín Cabral, Vicente Tolentino Rojas, Emilio Rodríguez Demorizi, Ramón Marrero Aristy, Héctor Incháustegui Cabral (a quienes dirige la célebre carta antirracista luego de entrevistarse con ellos en La Habana y misiva sin la cual no puede leerse el cuento “Luis Pie”). Relaciones que don Juan recompuso una vez que llegó del exilio en octubre de 1961.
Don Juan mantuvo también intactas sus relaciones intelectuales boricuas hasta el día de su muerte. Y quizá fue una dicha que los grandes amigos que mantuvieron con él la fe en la democracia representativa: Betancourt, Figueres, Muñoz Marín, murieran primero que él, pues su ruptura con tal sistema luego del golpe de Estado de 1963 le llevó a una dolorosa pero necesaria separación.
Y, finalmente, los grandes amigos literarios que vinieron a los festejos del septuagésimo y octogésimo cumpleaños de don Juan en 1970 y 1980, de los cuales hay una relación detallada en el libro de Mildred en cuanto concierne al primer acontecimiento, pero extrañamente echada en falta en el último cumpleaños. Señalo como los grandes amigos de don Juan, más literarios que políticos, a Gabriel García Márquez, Miguel Otero Silva, Nicolás Guillén, Guayasamín, Raúl Rivero, Julio Le Riverand, Carmen Balcells, Manuel Maldonado Denis, José Emilio González y Ruth Vasallo, el francés Regis Debray y un personaje venezolano, extraño según Mildred: Oscar Guaramato, secretario personal de Otero Silva. Pero llamo a la atención que en el cuento “El hombre que lloró”, escrito antes de la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez, aparece un personaje, junto a otro de apellido Muñoz, que ha caído en la lucha clandestina en contra de la dictadura. O fue simple coincidencia o fue una mala pasada de humor negro el hecho de que aparezca este Guaramato inmortalizado en una obra de ficción de don Juan.

viernes, 18 de diciembre de 2009

El Nobel Obama

Por Manolo Pichardo
Listín Diario 18-12-2009.-
Obama comenzó a vender su discurso esperanzador desde la precandidatura a la presidencia por el partido demócrata y la mayoría lo compró, como lo comprarían luego los electores y un mundo harto del terror y la pavura de las acciones vesánicas de su antecesor. Alcanzado el poder “se enfrenta el mundo como es”, como dijera en su discurso de aceptación de Premio Nobel de la Paz, por eso empezó a tomar distancia de su mensaje de campaña; se supo entonces comandante de las fuerzas más poderosas del mundo y tomó conciencia de su verdadero rol para mantener la hegemonía de su país en el planeta sobre la base de su poderío militar.
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Por ello, “sin incurrir en un acto cínico”, como manifestó, aceptó el premio y justificó sus acciones bélicas al argumentar que con el método Gandhi los ejércitos de Hitler no se hubiesen vencido, y por ese sendero de justificaciones afirmó que “Estados Unidos nunca ha librado una guerra contra la democracia”, afirmación con la que se saltó algunos capítulos de sus políticas de agresión como el que vivimos los dominicanos en 1965 cuando sus marines nos invadieron para impedir el retorno a la democracia, después del golpe de Estado que promovieron para sepultarla.
En ese contexto, y como si la historia no dejara rastros, fue capaz de afirmar que “nuestros amigos más cercanos son los que protegen los derechos humanos”. Como hacía una especie de referencia histórica, la programada amnesia le llevó a olvidar a Pinochet, a Trujillo, a los Somoza y una larga lista de dictadores que torturaron, desaparecieron y asesinaron a miles de ciudadanos en todo el mundo con la ayuda de la CIA.
Más de 40 países fueron intervenidos por sus marines desde el siglo XIX para consolidar su hegemonía, para defender sus intereses económicos y políticos a costa de millones de vidas humanas, la mayoría civiles. Pero fue capaz de decir que “Estados Unidos ha ayudado a garantizar la seguridad mundial durante décadas con la sangre de nuestros ciudadanosÖHemos sobrellevado esta carga no porque queremos imponer nuestra voluntad”. De todo esto se desprende que así como las guerras preventivas son inmorales, el Nobel preventivo es una estafa y un desprestigio para la academia.

La columna de Miguel Guerrero

Por Miguel Guerrero
El Caribe 18/12/2009.-
“La radio y la televisión son un asco; no hay un programa aunque sea infantil que no tenga comerciales sugiriendo o invitando al sexo”, me escribe un lector acerca de mis recientes artículos sobre la vulgaridad en los medios electrónicos.
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Me permito reproducir el texto de su mensaje. Dice: “Me gusta ver el juego de pelota con mis hijos, una de 15, otra de 13 y uno de 9 años y, entre jugada y jugada, el anuncio del estimulante sexual masculino llamado La Pela, me hace cambiar el canal ante la situación de vergüenza que me genera. He optado por ver el resultado de los juegos en la prensa al otro día. Hace una semana mientras recorría con el control los canales me encontré con un programa de mediodía en el que se desarrollaba un segmento que titulan “Sácalo, Éntralo”, título musicalizado y reducido a un estribillo con esas dos palabras. Mientras lo cantaban, dos jovencitas sin ningún pudor hacían movimientos pélvicos sugiriendo una relación sexual. La televisión está llena de programas de este tipo. Pero la radio, Miguel, espanta. Me tomo el cuidado de no escuchar un programa matutino de mucha audiencia cuando ando en mi vehículo con mis hijos, porque un día mi niña de 15 me dijo… "¡Pero Pa´, cómo pueden decir esas palabrotas en la radio!” Además de las palabrotas, los anuncios obscenos y toda suerte de acciones soeces, los que pretenden comunicar no conocen el idioma.
Es frecuente escuchar: “Lo mandaron a la cálcel de la Vitoria…Lo día van pasando…El dotol Leonel Felnande…Lo policía de AMÉ” y un largo etcétera que pone en entredicho la capacidad de los que manejan los medios. Son comunicadores que no conocen su compromiso con la sociedad, son dueños de medios que sólo tienen interés en el rating. Por ello pienso que deberíamos iniciar una campaña para exigir el adecentamiento de los medios de comunicación y si es posible promover una legislación que los regule”.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Obama no estaba obligado a un acto cínico

Por Fidel Castro
GRANMA 09/12/2009.-
En los párrafos finales de una Reflexión titulada “Las campanas están doblando por el dólar”, elaborada hace dos meses, el 9 de octubre de 2009, hice una referencia al problema del cambio climático adonde el capitalismo imperialista ha conducido a la humanidad.
“Estados Unidos ―dije, refiriéndome a las emisiones de carbono― no está haciendo ningún esfuerzo real. Sólo están aceptando un 4% de reducción con respecto al año 1990”. En ese momento los científicos exigían un mínimo que fluctuaba entre el 25 y el 40% para el año 2020. )
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De inmediato añadí: “En horas de la mañana de hoy viernes 9, el mundo se despertó con la noticia de que ‘el Obama bueno’ del enigma, explicado por el Presidente Bolivariano Hugo Chávez en las Naciones Unidas, recibió el Premio Nobel de la Paz. No siempre comparto las posiciones de esa institución, pero me veo obligado a reconocer que en estos instantes fue, a mi juicio, una medida positiva. Compensa el revés que sufrió Obama en Copenhague al ser designada Río de Janeiro y no Chicago como la sede de las Olimpíadas del 2016, lo cual provocó airados ataques de sus adversarios de extrema derecha.”
“Muchos opinarán que no se ha ganado todavía el derecho a recibir tal distinción. Deseamos ver en la decisión, más que un premio al Presidente de Estados Unidos, una crítica a la política genocida que han seguido no pocos presidentes de ese país, los cuales condujeron el mundo a la encrucijada donde hoy se encuentra; una exhortación a la paz y la búsqueda de soluciones que conduzcan a la supervivencia de la especie.”
Era obvio que observaba cuidadosamente al Presidente negro electo en un país racista que sufría profunda crisis económica, sin prejuzgarlo por algunas de sus declaraciones de campaña y su condición de jefe del ejecutivo yanki.
Casi un mes después, en otra Reflexión que titulé “Una historia de ciencia ficción”, escribí lo siguiente:
“El pueblo norteamericano no es culpable, sino víctima de un sistema insostenible y lo que es peor: incompatible ya con la vida de la humanidad.”
“El Obama inteligente y rebelde que sufrió la humillación y el racismo durante la niñez y la juventud lo comprende, pero el Obama educado y comprometido con el sistema y con los métodos que lo condujeron a la Presidencia de Estados Unidos no puede resistir la tentación de presionar, amenazar, e incluso engañar a los demás.”
De inmediato añado: “Es obsesivo en su trabajo; tal vez ningún otro Presidente de Estados Unidos sería capaz de comprometerse con un programa tan intenso como el que se propone llevar a cabo en los próximos ocho días.”
Analizo, como puede observarse en esa Reflexión, la complejidad y las contradicciones de su largo recorrido por el Sudeste asiático y pregunto:
“¿Qué piensa abordar nuestro ilustre amigo en el intenso viaje?” Sus asesores habían declarado que hablaría de todo con China, Rusia, Japón, Corea del Sur, etcétera, etcétera.
Es ya evidente que Obama preparaba el terreno para el discurso que pronunció en West Point el 1º de diciembre de 2009. Ese día se empleó a fondo. Elaboró y ordenó cuidadosamente 169 frases destinadas a tocar cada una de las “teclas” que le interesaban, para obtener de la sociedad norteamericana su apoyo a una estrategia de guerra. Adoptó poses que harían palidecer a las Catilinarias de Cicerón. Ese día tuve la impresión de estar escuchando a George W. Bush; sus argumentos en nada se diferencian de la filosofía de su antecesor, excepto por una hojita de parra: Obama se oponía a las torturas.
El jefe principal de la organización a la que se atribuye el acto terrorista del 11 de Septiembre, había sido reclutado y entrenado por la Agencia Central de Inteligencia para combatir contra las tropas soviéticas y ni siquiera era afgano.
Las opiniones de Cuba condenando aquel hecho y otras medidas adicionales fueron proclamadas ese mismo día. También advertimos que la guerra no era el camino para luchar contra el terrorismo.
La organización del Talibán, que significa estudiante, surgió de las fuerzas afganas que luchaban contra la URSS y no eran enemigas de Estados Unidos. Un análisis honesto conduciría a la verdadera historia de los hechos que originaron esa guerra.
Hoy no son los soldados soviéticos, sino las tropas de Estados Unidos y la OTAN las que a sangre y fuego ocupan ese país. La política que se ofrece al pueblo de Estados Unidos por la nueva administración es la misma de Bush, quien ordenó la invasión de Iraq, que nada tenía que ver con el ataque a las Torres Gemelas.
El Presidente de Estados Unidos no dice una palabra de los cientos de miles de personas, incluidos niños y ancianos inocentes, que han muerto en Iraq y Afganistán y los millones de iraquíes y afganos que sufren las consecuencias de la guerra, sin responsabilidad alguna con los hechos ocurridos en New York. La frase con que concluye su discurso: “Dios bendiga a Estados Unidos”, más que un deseo, parecía una orden al cielo.
¿Por qué Obama aceptó el Premio Nobel de la Paz cuando ya tenía decidido llevar la guerra en Afganistán hasta las últimas consecuencias? No estaba obligado a un acto cínico.
Anunció luego que recibiría el Premio el día 11 en la capital de Noruega y viajaría a la Cumbre de Copenhague el 18.
Ahora hay que esperar otro discurso teatral en Oslo, un nuevo compendio de frases que ocultan la existencia real de una superpotencia imperial con cientos de bases militares desplegadas por el mundo, doscientos años de intervenciones militares en nuestro hemisferio, y más de un siglo de acciones genocidas en países como Vietnam, Laos u otros de Asia, África, el Medio Oriente, los Balcanes y en cualquier parte del mundo.
El problema ahora de Obama y sus aliados más ricos, es que el planeta que dominan con puño de hierro se les está deshaciendo entre las manos.
Es bien conocido el crimen cometido por Bush contra la humanidad ignorando el Protocolo de Kyoto y dejando de hacer durante 10 años lo que debió hacerse desde mucho antes. Obama no es ignorante; conoce como conocía Gore, el grave peligro que amenaza a todos, pero vacila y se muestra débil frente a la oligarquía irresponsable y ciega de ese país. No actúa como un Lincoln, para resolver el problema de la esclavitud y mantener la integridad nacional en 1861, o como un Roosevelt, frente a la crisis económica y el fascismo. El martes lanzó una tímida piedra en las revueltas aguas de la opinión internacional: la administradora de la EPA (Agencia de Protección Ambiental) Lisa Jackson, declaró que las amenazas para salud pública y el bienestar del pueblo de Estados Unidos que significa el calentamiento global, le permiten a Obama adoptar medidas sin contar con el Congreso.
Ninguna de las guerras que han tenido lugar en la historia, significan un peligro mayor.
Las naciones más ricas tratarán de lanzar sobre las más pobres el peso de la carga para salvar la especie humana. Debe exigírseles el máximo de sacrificio a los más ricos, un máximo de racionalidad para el empleo de los recursos, y un máximo de justicia para la especie humana.
Es probable que, en Copenhague, lo más que se logre sea un mínimo de tiempo para alcanzar un acuerdo vinculante que sirva realmente para buscar soluciones. Si eso se logra, la Cumbre significaría al menos, un modesto avance.
¡Veremos qué ocurre!

Diciembre 9 de 2009
12 y 34 p.m.

Obama defiende la guerra al recibir el premio Nobel de la Paz

DISCURSO INTEGRO DEL PRESIDENTE BARACK OBAMA EN LA CEREMONIA DE
ENTREGA DEL NOBEL DE LA PAZ
Sus Majestades, Sus Altezas Reales, distinguidos miembros del Comité Nóbel de
Noruega, ciudadanos de Estados Unidos y ciudadanos del mundo:
Recibo este honor con profunda gratitud y gran humildad. Es un premio que habla sobre
nuestras mayores aspiraciones: que a pesar de toda la crueldad y las adversidades de
nuestro mundo, no somos simples prisioneros del destino. Nuestros actos tienen
importancia y pueden cambiar el rumbo de la historia y llevarla por el camino de la
justicia.
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Sin embargo, sería una negligencia no reconocer la considerable controversia que su
generosa decisión ha generado. (Risas.) En parte, esto se debe a que estoy al inicio y no
al final de mis labores en la escena mundial. En comparación con algunos de los
gigantes de la historia que han recibido este premio –Schweitzer y King; Marshall y
Mandela– mis logros son pequeños. Y luego hay hombres y mujeres alrededor del
mundo que han sido encarcelados y golpeados en su búsqueda de la justicia; gente que
trabaja en organizaciones humanitarias para aliviar el sufrimiento; millones en el
anonimato cuyos silenciosos actos de valentía y compasión inspiran incluso a los
cínicos más empedernidos. No puedo contradecir a quienes piensan que estos hombres y
mujeres –algunos conocidos, otros desconocidos para todos excepto para quienes
reciben su ayuda– merecen este honor muchísimo más que yo.
Pero quizá el asunto más controversial en torno a mi aceptación de este premio es el
hecho de que soy Comandante en Jefe de un ejército de un país en medio de dos
guerras. Una de esas guerras está llegando a su fin. La otra es un conflicto que Estados
Unidos no buscó; uno en que se nos suman otros cuarenta y dos otros países –incluida
Noruega– en un esfuerzo por defendernos y defender a todas las naciones de ataques
futuros.
De todos modos, estamos en guerra, y soy responsable por desplegar a miles de jóvenes
a pelear en un país distante. Algunos matarán. A otros los matarán. Por lo tanto, vengo
aquí con un agudo sentido del costo del conflicto armado, lleno de difíciles
interrogantes sobre la relación entre la guerra y la paz, y nuestro esfuerzo por
reemplazar una por la otra.
Bueno, estas interrogantes no son nuevas. La guerra, de una forma u otra, surgió con el
primer hombre. En los albores de la historia, no se cuestionaba su moralidad;
simplemente era un hecho, como la sequía o la enfermedad, la manera en que las tribus
y luego las civilizaciones buscaban el poder y resolvían sus discrepancias.
Y con el tiempo, a medida que los códigos legales procuraban controlar la violencia
dentro de los grupos, los filósofos, clérigos y estadistas también procuraban controlar el
poder destructivo de la guerra. Surgió el concepto de “guerra justa”, que proponía que la
guerra solamente se justifica cuando cumple con ciertas condiciones previas: si se libra
como último recurso o en defensa propia; si la fuerza utilizada es proporcional y, en la
medida posible, si no se somete a civiles a la violencia.
Por supuesto, sabemos que durante gran parte de la historia, se ha cumplido pocas veces
con este concepto de guerra justa. La capacidad de los seres humanos de idear nuevas
maneras de matarse unos a los otros resultó ser inagotable, como también nuestra
capacidad para tratar sin ninguna piedad a quienes no lucen como nosotros o le rinden
culto a un Dios diferente. Las guerras entre ejércitos dieron lugar a guerras entre
naciones: guerras totales en que la distinción entre combatiente y civil se volvía borrosa.
En el transcurso de treinta años, este continente se sumió dos veces en matanzas de ese
tipo. Y aunque es difícil pensar en una causa más justa que la derrota del Tercer Reich y
las potencias del Eje, la Segunda Guerra Mundial fue un conflicto en el que el número
total de civiles que murieron superó al de soldados que perecieron.
Como consecuencia de esa destrucción y con la llegada de la era nuclear, quedó claro
para vencedores y vencidos, por igual, que el mundo necesitaba instituciones para evitar
otra guerra mundial. Y, entonces, un cuarto de siglo después de que el Senado de
Estados Unidos rechazara la Liga de Naciones, una idea por la cual Woodrow Wilson
recibió este premio, Estados Unidos lideró al mundo en el desarrollo de una estructura
para mantener la paz: un Plan Marshall y Naciones Unidas, mecanismos para regir la
manera en la que se libran guerras, los tratados para proteger los derechos humanos,
evitar el genocidio y restringir las armas más peligrosas.
De muchas maneras, estos esfuerzos fueron exitosos. Sí, se han librado guerras terribles
y se han cometido atrocidades. Pero no ha habido una Tercera Guerra Mundial. La
Guerra Fría concluyó con una muchedumbre jubilosa que derrumbó un muro. El
comercio tejió lazos entre gran parte del mundo. Miles de millones han salido de la
pobreza. Los ideales de libertad, autonomía, igualdad y el imperio de la ley han
avanzado a tropezones. Somos los herederos de la fortaleza y previsión de generaciones
pasadas, y es un legado por el cual mi propio país legítimamente siente orgullo.
Pero aún asi, transcurrida una década del nuevo siglo, esta antigua estructura está
cediendo ante el peso de nuevas amenazas. El mundo quizá ya no se estremezca ante la
posibilidad de guerra entre dos superpotencias nucleares, pero la proliferación puede
aumentar el peligro de catástrofes. El terrorismo no es una táctica nueva, pero la
tecnología moderna permite que unos cuantos hombres insignificantes con enorme ira
asesinen a inocentes a una escala horrorosa.
Es más, las guerras entre naciones con mayor frecuencia han sido reemplazadas por
guerras dentro de naciones. El resurgimiento de conflictos étnicos o sectarios; el
aumento de movimientos secesionistas, las insurgencias y los estados fallidos – todas
estas cosas progresivamente han atrapado a civiles en un caos interminable. En las
guerras de hoy, mueren muchos más civiles que soldados; se siembran las semillas de
conflictos futuros, las economías se destruyen; las sociedades civiles se parten en
pedazos, se acumulan refugiados y los niños quedan marcados de por vida.
No traigo hoy una solución definitiva a los problemas de la guerra. Lo que sí sé es que
hacerles frente a estos desafíos requerirá la misma visión, arduo esfuerzo y
perseverancia de aquellos hombres y mujeres que actuaron tan audazmente hace varias
décadas. Y requerirá que repensemos la noción de guerra justa y los imperativos de una
paz justa.
Debemos comenzar por reconocer el difícil hecho de que no erradicaremos el conflicto
violento en nuestra época. Habrá ocasiones en las que las naciones, actuando individual
o conjuntamente, concluirán que el uso de la fuerza no sólo es necesario sino también
justificado moralmente.
Hago esta afirmación consciente de lo que Martin Luther King dijo en esta misma
ceremonia hace años: “La violencia nunca produce paz permanente. No resuelve los
problemas sociales: simplemente crea problemas nuevos y más complicados”. Como
alguien que está parado aquí como consecuencia directa de la labor a la que el Dr. King
le dedicó la vida, soy prueba viviente de la fuerza moral de la no violencia. Sé que no
hay nada débil, nada pasivo, nada ingenuo en las convicciones y vida de Gandhi y King.
Pero en mi calidad de jefe de Estado que juró proteger y defender a mi país, no me
puede guiar solamente su ejemplo. Enfrento al mundo como lo es, y no puedo cruzarme
de brazos ante amenazas contra estadounidenses. Que no quede la menor duda: la
maldad sí existe en el mundo. Un movimiento no violento no podría haber detenido los
ejércitos de Hitler. La negociación no puede convencer a los líderes de Al Qaida a
deponer las armas. Decir que la fuerza es a veces necesaria no es un llamado al cinismo;
es reconocer la historia, las imperfecciones del hombre y los límites de la razón.
Menciono este punto, comienzo con este punto porque en muchos países hoy en día hay
un profundo cuestionamiento del accionar militar, independientemente de la causa. Y a
veces, a esto se suma una suspicacia automática por tratarse de Estados Unidos, la única
superpotencia militar del mundo.
Sin embargo el mundo debe recordar que no fueron simplemente las instituciones
internacionales –no sólo los tratados y las declaraciones– los que le dieron estabilidad al
mundo después de la Segunda Guerra Mundial. Independientemente de los errores que
hayamos cometido, hay un hecho clarísimo: Estados Unidos de Norteamérica ha
ayudado a garantizar la seguridad mundial durante más de seis décadas con la sangre de
nuestros ciudadanos y el poderío de nuestras armas. El servicio y sacrificio de nuestros
hombres y mujeres de uniforme han promovido la paz y prosperidad desde Alemania
hasta Corea, y permitido que la democracia eche raíces en lugares como los países
balcánicos. Hemos sobrellevado esta carga no porque queremos imponer nuestra
voluntad. Lo hemos hecho por un interés propio y bien informado: porque queremos un
futuro mejor para nuestros hijos y nietos, y creemos que su vida será mejor si los hijos y
nietos de otras personas pueden vivir en libertad y prosperidad.
Entonces, sí, los instrumentos de la guerra tienen un papel en mantener la paz. Sin
embargo, este hecho debe coexistir con otro: que independientemente de cuán
justificada, la guerra conlleva tragedia humana. La valentía y el sacrificio del soldado
están llenos de gloria, expresan devoción por la patria, la causa y los compañeros de
armas. Pero la propia guerra nunca es gloriosa, y nunca debemos exaltarla como si lo
fuera.
Entonces, parte de nuestro desafío es reconciliar estos dos hechos aparentemente
irreconciliables: que la guerra a veces es necesaria y que la guerra es, de cierta manera,
una expresión de desatino humano. Concretamente, debemos dirigir nuestros esfuerzos
a la tarea que el Presidente Kennedy propuso hace tiempo. “Concentrémonos”, dijo, “en
una paz más práctica, más alcanzable, basada no en una revolución repentina de la
naturaleza humana, sino una evolución gradual de las instituciones humanas”. Una
evolución gradual de las instituciones humanas.
¿Qué apariencia cobraría esta evolución? ¿Cuáles podrían ser estas medidas prácticas?
Para comenzar, considero que todos los países, tanto fuertes como débiles, deben
cumplir con estándares que rigen el uso de fuerza. Yo, como cualquier jefe de Estado,
me reservo el derecho de actuar unilateralmente si es necesario para defender a mi país.
No obstante, estoy convencido de que cumplir con estándares, estándares
internacionales, fortalece a quienes lo hacen y aísla –y debilita– a quienes no.
El mundo respaldó a Estados Unidos tras los ataques del 11 de septiembre y continúa
apoyando nuestros esfuerzos en Afganistán, debido al horror de esos atentados sin
sentido y el principio reconocido de defensa propia. De la misma manera, el mundo
reconoció la necesidad de confrontar a Sadam Husein cuando invadió Kuwait, un
consenso que envió un mensaje claro a todos sobre el precio de la agresión.
Es más, Estados Unidos -- de hecho ningún país -- puede insistir en que otros sigan las
normas si nosotros nos rehusamos a seguirlas. Pues cuando no lo hacemos, nuestros
actos pueden parecer arbitrarios y menoscabar la legitimidad de intervenciones futuras,
por más justificadas que sean.
Esto pasa a ser particularmente importante cuando el propósito de la acción militar se
extiende más allá de la defensa propia o la defensa de una nación contra un agresor.
Más y más, todos enfrentamos difíciles interrogantes sobre cómo evitar la matanza de
civiles por su propio gobierno o detener una guerra civil que puede sumir a toda una
región en violencia y sufrimiento.
Creo que se puede justificar la fuerza por motivos humanitarios, como fue el caso en los
países balcánicos o en otros lugares afectados por la guerra. La inacción carcome
nuestra conciencia y puede resultar en una intervención posterior más costosa. Es por
eso que todos los países responsables deben aceptar la noción de que las fuerzas
armadas con un mandato claro pueden ejercer una función en el mantenimiento de la
paz.
El compromiso de Estados Unidos con la seguridad mundial nunca flaqueará. Pero en
un mundo en que las amenazas son más difusas y las misiones más complejas, Estados
Unidos no puede actuar solo. Estados Unidos por su cuenta no puede lograr la paz. Ése
es el caso en Afganistán. Es el caso en estados fallidos como Somalia, donde el
terrorismo y la piratería van de la mano con la hambruna y el sufrimiento humano. Y
lamentablemente, seguirá siendo la realidad en regiones inestables en el futuro.
Los líderes y soldados de los países de la OTAN –y otros amigos y aliados– demuestran
este hecho por medio de la habilidad y valentía que han mostrado en Afganistán. Pero
en muchos países, hay una brecha entre los esfuerzos de los militares y la opinión
ambivalente del público en general. Comprendo por qué la guerra no es popular. Pero
también sé lo siguiente: la convicción de que la paz es deseable rara vez es suficiente
para lograrla. La paz requiere responsabilidad. La paz conlleva sacrificio. Es por eso
que la OTAN continúa siendo indispensable. Es por eso que debemos reforzar esfuerzos
de mantenimiento de la paz a nivel regional y por la ONU, y no dejar la tarea en manos
de unos cuantos países. Es por eso que les rendimos homenaje a quienes regresan a casa
de misiones de mantenimiento de la paz y entrenamiento en el extranjero, en Oslo y
Roma; Ottawa y Sydney; Dhaka y Kigali; los homenajeamos no como artífices de
guerra sino como promotores, como promotores de la paz.
Permítanme un punto final sobre el uso de la fuerza. Incluso mientras tomamos
decisiones difíciles sobre ir a guerra, también debemos pensar claramente sobre cómo
librarla. El Comité del Nóbel reconoció este hecho al otorgar su primer premio de paz a
Henry Dunant, el fundador de la Cruz Roja, y un promotor del Tratado de Ginebra.
Cuando la fuerza es necesaria, tenemos un interés moral y estratégico en obligarnos a
cumplir con ciertas normas de conducta. Incluso cuando enfrentamos crueles
adversarios que no cumplen con ninguna regla, creo que Estados Unidos de
Norteamérica debe seguir dando el ejemplo respecto a estándares en conducta de guerra.
Eso es lo que nos diferencia de quienes combatimos. Ésa es la fuente de nuestra fuerza.
Es por eso que prohibí la tortura. Es por eso que ordené que se clausure la prisión en la
Bahía de Guantánamo. Y es por eso que he reiterado el compromiso de Estados Unidos
de cumplir con el Tratado de Ginebra. Perdemos nuestra identidad cuando no
cumplimos los ideales mismos que estamos luchando por defender.
Y honramos – honramos dichos ideales al cumplir con ellos no sólo cuando es fácil,
sino cuando es difícil.
He hablado extensamente sobre asuntos que debemos sopesar con la razón y el corazón
cuando optamos por librar guerra. Pero permítanme pasar ahora a nuestro esfuerzo por
evitar opciones tan trágicas y hablar sobre tres maneras en que podemos promover una
paz justa y duradera.
En primer lugar, al tratar con aquellos países que trasgreden normas y leyes, creo que
debemos desarrollar alternativas a la violencia que son suficientemente firmes como
para cambiar la conducta, pues si queremos una paz duradera, entonces las palabras de
la comunidad internacional deben tener peso. Se debe hacer que aquellos regímenes que
van en contra de las normas rindan cuentas por sus actos. Las sanciones deben conllevar
un escarmiento real. La intransigencia debe combatirse con mayor presión, y esa
presión existe sólo cuando el mundo actúa al unísono.
Un ejemplo urgente es el esfuerzo por evitar la proliferación de armas nucleares y lograr
un mundo sin ellas. A mediados del siglo pasado, las naciones acordaron regirse por un
tratado con un objetivo claro: todos tendrán acceso a la energía nuclear pacífica; quienes
no tienen armas nucleares deben renunciar a ellas, y quienes tienen armas nucleares
deben procurar el desarme. Me he comprometido a plasmar este tratado. Es el eje de mi
política exterior. Y estoy trabajando con el Presidente Medvedev para reducir las
reservas de armas nucleares de Estados Unidos y Rusia.
Pero también nos incumbe a todos insistir en que países como Irán y Corea del Norte no
jueguen con el sistema. Quienes afirman respetar las leyes internacionales no deben
hacer caso omiso de cuando se incumplen dichas leyes. Quienes se interesan por su
propia seguridad no pueden cerrar los ojos ante el peligro de una carrera armamentista
en el Oriente Medio o el Extremo Oriente. Quienes procuran la paz no pueden
permanecer cruzados de brazos mientras los países se arman para una guerra nuclear.
El mismo principio se aplica a quienes incumplen con las leyes internacionales al tratar
brutalmente a su propio pueblo. Cuando hay genocidio en Darfur; violaciones
sistemáticas en el Congo, o represión en Birmania, deben haber consecuencias. Sí,
habrá acercamiento; sí, habrá diplomacia – pero tienen que haber consecuencias cuando
esas cosas fallen. Y mientras más unidos estemos, menores las probabilidades de que
nos veamos forzados a escoger entre la intervención armada y la complicidad con la
opresión.
Esto me lleva al segundo punto: el tipo de paz que buscamos. Pues la paz no es
simplemente la ausencia de un conflicto visible. Solamente una paz justa y basada en
los derechos inherentes y la dignidad de todas las personas realmente puede ser
perdurable.
Fue este entendimiento lo que motivó a quienes redactaron la Declaración Universal de
los Derechos Humanos después de la Segunda Guerra Mundial. Tras la devastación,
reconocieron que si no se protegen los derechos humanos, la paz es una promesa vana.
Sin embargo, con demasiada frecuencia, se ignoran estas palabras. En algunos países, la
excusa para no defender los derechos humanos es la falsa sugerencia de que éstos son
principios occidentales, extraños a culturas locales o etapas de desarrollo de una nación.
Y dentro de Estados Unidos, desde hace tiempo existe tensión entre quienes se
describen como realistas o idealistas, una tensión que polariza las opciones: una mera
lucha en defensa de nuestros intereses o una campaña interminable por imponer
nuestros valores alrededor del mundo.
Rechazo estas opciones. Creo que la paz es inestable cuando se les niega a los
ciudadanos el derecho a hablar libremente o practicar su religión como deseen; escoger
a sus propios líderes o congregarse sin temor. Los agravios que no se ventilan
empeoran, y la supresión de identidad tribal y religiosa puede llevar a la violencia.
También sabemos que lo opuesto es cierto. Sólo cuando Europa obtuvo la libertad pudo
finalmente encontrar la paz. Estados Unidos nunca ha librado una guerra contra una
democracia, y nuestros amigos más cercanos son los gobiernos que protegen los
derechos de sus ciudadanos. Independientemente de la frialdad con que se definan, no
se satisfacen los intereses de Estados Unidos ni del mundo con la negación de las
aspiraciones humanas.
Entonces, incluso mientras respetamos las culturas y tradiciones particulares de
diferentes países, Estados Unidos siempre será una voz para las aspiraciones
universales. Daremos testimonio de la silenciosa dignidad de reformistas como Aung
Sang Suu Kyi; de la valentía de los zimbabuenses que emitieron sus votos a pesar de
golpizas; de los cientos de miles que han marchado silenciosamente por las calles de
Irán. Dice mucho el que los líderes de estos gobiernos les teman a las aspiraciones de
sus propios pobladores más que al poder de cualquier otra nación. Y es la
responsabilidad de todas las personas libres y los países libres dejarles en claro a estos
movimientos que la esperanza y la historia están de su lado.
Permítanme decir esto también: la promoción de los derechos humanos no puede
limitarse a la exhortación. A veces, debe ir acompañada de laboriosa diplomacia. Sé que
el trato con regímenes represivos carece de la grata pureza de la indignación. Pero
también sé que las sanciones sin esfuerzos de alcance –y la condena sin discusión–
pueden mantener un status quo agobiante. Ningún régimen represivo puede ir por un
nuevo sendero a no ser que tenga la opción de una puerta abierta.
En vista de los horrores de la Revolución Cultural, la reunión de Nixon con Mao parecía
inexcusable, pero no hay duda de que ayudó a llevar a China por un camino en el cual
millones de sus ciudadanos han podido salir de la pobreza y conectarse con sociedades
abiertas. Los lazos del Papa Juan Pablo con Polonia creó un espacio no sólo para la
Iglesia Católica sino también para líderes sindicales como Lech Walesa. Los esfuerzos
de Ronald Reagan por el control de armas y la aceptación de la perestroika no sólo
mejoraron las relaciones con la Unión Soviética sino que les otorgó poder a disidentes
en toda Europa Oriental. No existe una fórmula simple. Pero debemos tratar de hacer lo
posible por mantener el equilibrio entre el ostracismo y la negociación; la presión y los
incentivos, de manera que se promuevan los derechos humanos y la dignidad con el
transcurso del tiempo.
En tercer lugar, una paz justa incluye no sólo derechos civiles y políticos, sino que debe
abarcar la seguridad económica y las oportunidades, pues la paz verdadera no es
solamente la falta de temor, sino también la falta de privaciones.
No hay duda de que el desarrollo rara vez echa raíces sin seguridad; también es cierto
que la seguridad no existe cuando los seres humanos no tienen acceso a suficiente
alimento, el agua potable o los medicamentos que necesitan para sobrevivir. No existe
cuando los niños no pueden aspirar a una buena educación o un empleo decente que
mantenga a una familia. La falta de esperanza puede corromper a una sociedad desde su
interior.
Y es por eso que ayudar a los agricultores a alimentar a su propia gente, o a los países a
educar a sus niños y a cuidar a los enfermos no es simplemente caridad. También es el
motivo por el cual el mundo debe unirse para hacerle frente al cambio climático. Hay
pocos científicos que no estén de acuerdo en que si no hacemos algo, enfrentaremos
más sequías, hambruna y desplazamientos masivos que alimentarán más conflictos
durante décadas. Por este motivo, no son sólo los científicos y activistas los que
proponen medidas prontas y enérgicas; también lo hacen los líderes militares de mi país
y otros que comprenden que nuestra seguridad común está en juego.
Acuerdos entre naciones. Instituciones sólidas. Apoyo a los derechos humanos.
Inversiones en desarrollo. Todos éstos son ingredientes vitales para propiciar la
evolución de la cual habló el Presidente Kennedy. Sin embargo, no creo que tendremos
la voluntad, la determinación o la resistencia para concluir esta labor sin algo más: esto
es, la expansión continua de nuestra imaginación moral; una insistencia en que hay algo
intrínseco que todos compartimos.
Al reducirse el mundo, uno pensaría que iba a ser más fácil que los seres humanos
reconozcamos lo similares que somos; que comprendamos que todos nosotros queremos
básicamente lo mismo; que todos anhelamos la oportunidad de vivir con cierto grado de
felicidad y satisfacción para nosotros y nuestra familia.
Sin embargo, dado el vertiginoso ritmo de la globalización y la homogenización cultural
promovida por la modernidad, no debería sorprendernos que la gente tema perder lo que
aprecia de su identidad particular: su raza, su tribu y quizá más que nada, su religión. En
algunos lugares, este temor ha producido conflictos. A veces, incluso parecemos estar
retrocediendo. Lo vemos en el Oriente Medio, donde el conflicto entre árabes y judíos
parece estar agravándose. Lo vemos en los países donde las divisiones tribales causan
estragos.
Y más peligroso aun, lo vemos en la manera en que se usa la religión para justificar el
asesinato de inocentes por personas que han distorsionado y profanado la gran religión
del Islam, y que atacaron a mi país desde Afganistán. Estos extremistas no son los
primeros en matar en nombre de Dios; hay amplia constancia de las atrocidades de las
Cruzadas. Pero nos recuerdan que ninguna Guerra Santa puede ser jamás una guerra
justa, pues si uno realmente cree que cumple con la voluntad divina, entonces no hay
necesidad de templanza, no hay necesidad de perdonarle la vida a una madre
embarazada o a un asistente médico, o trabajador de la Cruz Roja, ni siquiera a una
persona de la misma religión. Una perspectiva tan distorsionada de la religión no sólo es
incompatible con el concepto de la paz, sino también creo que es incompatible con el
propósito de la fe, pues la regla de vital importancia en todas las principales religiones
es tratar a los demás como te gustaría que te traten a ti.
Cumplir con esta ley de amor siempre ha sido el foco en la lucha de la naturaleza
humana. No somos infalibles. Cometemos errores y caemos presa de las tentaciones del
orgullo y el poder, y a veces la maldad. Incluso aquellos de nosotros con las mejores
intenciones a veces dejamos de rectificar los errores ante nosotros.
Pero no tenemos que pensar que la naturaleza humana es perfecta para continuar
creyendo que se puede perfeccionar la condición humana. No tenemos que vivir en un
mundo idealizado para seguir aspirando a los ideales que lo harían un lugar mejor. La
no violencia que practicaban hombres como Gandhi y King quizá no sea práctica o
posible en todas las circunstancias, pero el amor que predicaron, su fe en el progreso
humano, siempre debe ser la estrella que nos guíe en nuestra travesía.
Pues si perdemos esa fe, si la descartamos como tonta o ingenua, si existe un divorcio
entre ésta y las decisiones que tomamos sobre asuntos de guerra y paz… entonces
perdemos lo mejor de nuestra humanidad. Perdemos nuestro sentido de lo que se puede
lograr. Perdemos nuestro compás moral.
Al igual que las generaciones anteriores a la nuestra, debemos rechazar ese futuro.
Como dijo el Dr. King en una ceremonia similar hace tantos años, “Me rehúso a aceptar
la desesperanza como la respuesta final a la ambigüedad de la historia. Me rehúso a
aceptar la idea de que la realidad actual de la naturaleza humana haga que el hombre sea
moralmente incapaz de alcanzar las aspiraciones eternas que siempre enfrenta”.
Aspiremos al mundo que debería existir: esa chispa de divinidad que aún llevamos
como inspiración en el alma.
Hoy en algún lugar, en estos precisos momentos, en el mundo como lo es, un soldado ve
que alguien lo sobrepasa en potencia de fuego pero permanece firme para mantener la
paz. Hoy en algún lugar de este mundo, una joven manifestante aguarda la brutalidad de
su gobierno, pero tiene la valentía de seguir marchando. Hoy en algún lugar, una madre
enfrenta una pobreza devastadora pero de todos modos se da tiempo para enseñarle a su
hijo, junta las pocas monedas que tiene para enviar a ese niño a la escuela porque cree
que un mundo cruel todavía puede dar cabida a sus sueños.
Vivamos siguiendo su ejemplo. Podemos reconocer que la opresión siempre estará entre
nosotros y aun así, esforzarnos por lograr la justicia. Podemos admitir la inflexibilidad
de la depravación y aun así, esforzarnos por lograr la dignidad. De ojos abiertos,
podemos comprender que habrá guerras y aun así, esforzarnos por lograr la paz.
Podemos hacerlo, pues ésa es la historia del progreso humano; ésa es la esperanza de
todo el mundo, y en este momento de desafíos, ésa debe ser nuestra labor aquí en la
Tierra.
Muchas gracias.

martes, 8 de diciembre de 2009

Una herencia americana

Presidente de la República Dominicana, intelectual, escritor, activista político y, sobre todo, ciudadano de América Latina, Juan Bosch (1909-2001) dejó un legado de dignidad y solidaridad. Este texto, que analiza su vida y pensamiento, corresponde a una conferencia de Juan Luis Cebrián leída el pasado jueves en la Casa de América, en Madrid, en el centenario del nacimiento de Bosch
El País 06/11/2009.-
El único título, si es que tengo alguno, que me permite dirigirme hoy a ustedes para glosar la figura de don Juan Bosch me ha sido conferido por el hecho de haberle tratado personalmente durante una breve pero intensa etapa, en la que menudearon nuestros encuentros con motivo de la edición española de su opúsculo El pentagonismo, sustituto del imperialismo. Como ya tuve ocasión de comentar en un prólogo a dicha obra, yo había conocido a don Juan con motivo de una conferencia que impartió en 1967 en el diario Pueblo. Estaba acompañado de su asesor político de entonces, y que más tarde lo fuera de José María de Areilza en España y del presidente Luis Echeverría en México, Enrique Ruiz García.
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Este antiguo redactor del periódico de los sindicatos franquistas y de la agencia de prensa del Movimiento, la organización política que integraba la ideología falangista del régimen, había saltado a la fama un lustro antes por encontrarse entre los asistentes al llamado contubernio de Munich, una reunión de opositores a la dictadura que pretendían por entonces impulsar el cambio democrático en España. La presencia de Ruiz García junto al ex presidente dominicano no resultaba en absoluto accidental. Ambos habían conocido -don Juan de forma mucho más frecuente y lacerante que el español- el exilio y la persecución política; ambos padecían una irrefrenable pasión conspirativa en la procura de las libertades; ambos eran escritores de vigorosa pluma, intelectuales de vanguardia, deseosos de influir en los acontecimientos de su tiempo y de protagonizar las transformaciones sociales que ellos mismos demandaban; y ambos, también, por cierto, creían fervientemente en la comunidad de destino de los pueblos de Iberoamérica, sobre los que se cernía, entonces como ahora, una tormentosa avalancha de propuestas de futuro cuyo único vínculo visible parecía ser el antagonismo radical contra la intervención de los Estados Unidos de América en la zona. Bosch había sido derrocado de la presidencia de su país por un golpe militar que, con toda probabilidad, contó con la anuencia y el apoyo de Washington. En cualquier caso, el golpe constituyó el prólogo a la invasión de la isla por tropas norteamericanas, cuando desembarcaron en ella alrededor de veintitrés mil marines, so pretexto de defender los intereses y la seguridad de sus compatriotas. Los conmilitones que detuvieron al presidente para expulsarle a Puerto Rico sólo siete meses después de que hubiera asumido el cargo argumentaron, sin prueba alguna, la militancia comunista o procomunista de Juan Bosch que, en el corto espacio de tiempo que duró su mandato, hizo aprobar una nueva Constitución y diseñó una reforma agraria que nunca se llevó a cabo. Ya para entonces él sabía que los males que afligían a su país no eran de carácter muy diferente a los que determinaban el futuro incierto de toda la América Latina: una falta de institucionalidad democrática avivada por la corrupción generalizada; una desigualdad social que alimentaba los sueños y las aventuras revolucionarias; una vulneración constante y culpable de los derechos humanos y un tributo a la violencia como forma de acción política capaz de rebajar el valor de la vida humana hasta extremos casi inimaginables.
Hay quien se apunta a la tesis de que Bosch fue un revolucionario, y sin duda lo fue, pero a su manera
Siempre me pareció un socialdemócrata a su estilo, frente al anquilosamiento del socialismo oficial
La guerra del Vietnam acrecentó en Bosch su rechazo a las políticas de la Casa Blanca
Desde su temprano exilio en 1938, se convirtió por propia convicción en ciudadano de América Látina
Nos ofreció un ejemplo de honestidad y coherencia en un ambiente destruido por la corrupción
Desde su temprano exilio en 1938, cuando abandonó la isla y su cargo en la Dirección General de Estadísticas para denunciar abiertamente la dictadura de Rafael Leónidas Trujillo, hasta su regreso -veintitrés años después- como candidato triunfador en las primeras elecciones democráticas tras el asesinato del general, Juan Bosch se había convertido, por propia convicción, en un ciudadano de la América Latina. Y había optado también por sacrificar su fundada vocación de escritor para poder dedicarse en cuerpo y alma a la política. Aunque a partir de ahí abandonó casi por completo el oficio literario, que le había llevado a figurar en todas las antologías de la nueva narrativa latinoamericana, su doble condición de intelectual y de activista le acompañarían toda la vida.
Sólo desde esa visible dualidad de comportamientos puede comprenderse el devenir político y personal de Juan Bosch, su contribución a la historia del continente latinoamericano, su legado como gobernante y su reflexión intelectual. Uno y otra se vieron transidos por el pragmatismo de la función política, que siempre ha sido el arte de lo posible, frente a las demandas de Mayo del 68 (seamos realistas, pidamos lo imposible, clamaba un grafito en los muros de la Sorbona), o frente a la utopía del hombre nuevo del marxismo. El paso del tiempo y la interesada manipulación de una figura ya mítica como la de Bosch han permitido a algunos desfigurar hasta lo irreconocible el ejemplo de su vida.
Hay quien se apunta a la tesis de que Bosch fue un revolucionario, y sin duda lo fue, pero a su manera. Porque ya en su primera novela La Mañosa, que durante un tiempo se subtituló como "la novela de las revoluciones", denunció los horrores tempranos que esos procesos habían desencadenado en la campiña dominicana. El libro se cierra con la noticia de los fusilamientos masivos a cargo de Fello Macario, sobrevenido en victorioso caudillo como consecuencia de una revuelta política. "¿Pero general, cómo ha fusilado usted a esa gente?", pregunta el protagonista de la trama, y el otro, sin inmutarse: "Era necesario". A partir de ahí se desarrolla un diálogo que no me resisto a reproducir:
"-¿Necesario, general? ¿Es necesario matar?
-No; matar, no, Pepe; pero hay que dar ejemplos.
¡Oh! ¿Y era aquel Fello Macario, el revolucionario noble, el de las generosidades que andaban de boca en boca? ¿Era él? ¿Él? ¡Con que Fello Macario consideraba que había que dar ejemplos! A papá se le caía el mundo encima, se le derrumbaba el cielo sobre la cabeza.
-¿De qué ejemplos habla, amigo; de qué ejemplos?
-Esa gente iba a turbar la paz.
Papá quería reír, quería llorar.
-¿Paz?... No, general. Eran hombres serios que andaban buscando la comida de sus hijos.
-No, Pepe; usté no comprende. Esta política...
-¡No se trata ahora de política! ¡Se trata de que antes eran hombres como usté y yo, con hijos a quienes querer, y con mujeres; se trata de que antes eran hombres y ahora no son nada, porque usted ordenó que los volvieran nada, nada...!
-Vuélvase por aquí, Pepe, cuando esté más calmado. ¡Si usté supiera lo que es esto, lo que se sufre en esta política!
-¡Qué política ni política! ¡Política es dirigir y defender, no asesinar! ¡Me dan asco usté y su política!".
La primera edición de La Mañosa es de 1936 y Bosch, aunque ya había sufrido cárcel acusado falaz e injustamente de terrorismo, no se exiliaría hasta dos años después. Quiero decir que pese a que más tarde se vio envuelto en repetidas conspiraciones con el ánimo de derrocar a Trujillo, desde joven Bosch parecía convencido de que las revoluciones devoran siempre a sus hijos y buscó de continuo las vías democráticas para la transformación de la sociedad. Lo pone de relieve su carta a los dominicanos, hecha pública después del golpe que le derrocó en 1963:
"Al Pueblo Dominicano:
Ni vivos ni muertos, ni en el poder ni en la calle se logrará de nosotros que cambiemos nuestra conducta. Nos hemos opuesto y nos opondremos siempre a los privilegios, al robo, a la persecución, a la tortura.
Creemos en la libertad, en la dignidad y en el derecho del pueblo dominicano a vivir y a desarrollar su democracia con libertades humanas pero también con justicia social.
En siete meses de gobierno no hemos derramado una gota de sangre ni hemos ordenado una tortura ni hemos aceptado que un centavo del pueblo fuera a parar a manos de ladrones.
Hemos permitido toda clase de libertades y hemos tolerado toda clase de insultos, porque la democracia deber ser tolerante; pero no hemos tolerado persecuciones ni crímenes ni torturas ni huelgas ilegales ni robos porque la democracia respeta al ser humano y exige que se respete el orden público y demanda honestidad.
Los hombres pueden caer, pero los principios no. Nosotros podemos caer, pero el pueblo no debe permitir que caiga la dignidad democrática.
La democracia es un bien del pueblo y a él le toca defenderla. Mientras tanto, aquí estamos, dispuestos a seguir la voluntad del pueblo. Juan Bosch. Palacio Nacional".
Estas palabras retratan a un hombre que ambiciona cualquier cosa menos un cambio violento, y en la medida que este no sea así, podrá ser calificado de revolucionario, si se quiere, por sus causas y por sus efectos, pero no por sus métodos, más parecidos a la ruptura pactada que vivimos durante la Transición española que a una revolución propiamente dicha. Sobre esto insistiré en breve.
Otros apuntan la deriva intelectual que Bosch tuvo hacia el marxismo, desencantado como estaba de experimentos aparentemente democratizadores que no acababan de solucionar los problemas de su muy querida América; y no son pocos, también, los que han querido utilizarle para justificar las políticas populistas, ahora tan en boga en el subcontinente. Pero Bosch fue cualquier cosa menos un populista demagogo. Si apoyó el proceso cubano, presidió el tribunal Russell y participó en cuantos congresos antiimperialistas se celebraron en los años setenta fue porque su análisis intelectual le llevó a la convicción de que los males latinoamericanos se fundamentaban en la esquizofrénica relación que los Estados Unidos mantenían con lo que se consideraba el patio trasero del imperio. La guerra del Vietnam acrecentó en él su rechazo a las políticas de la Casa Blanca y es posible que su pensamiento se haya deslizado hacia el marxismo teórico en algunas de sus reflexiones. También algunos de sus amigos y conocidos políticos, por ejemplo Haya de la Torre, el fundador del Apra peruano, se consideraban marxistas, como lo fue el alcalde de Madrid por el PSOE Enrique Tierno Galván. Otros en cambio, José María Figueres, en Costa Rica, o Rómulo Betancourt, en Venezuela, encajarían mal en esa definición. En cualquier caso nada hay en los escritos de Juan Bosch, ni mucho menos en su acción como agitador y conductor de masas, que permita identificarle sino como un demócrata de los pies a la cabeza. Su ejemplo ético, su honestidad intelectual, su preocupación por las formas, su extensa cultura y su peripecia vital lo retratan como alguien enamorado de la libertad y obsesionado por la lucha en pro de la justicia social y contra las desigualdades. No fueron pocos, quizá pueda decir que no fuimos pocos, quienes en los años sesenta y setenta padecimos el sambenito de ser considerados comunistas por cosas así, lo que justificaba entonces todo tipo de represiones por parte de la autoridad constituida. Sin duda, Bosch tuvo que elegir muchas veces entre la controversia aparente que suscitaban los dictados de su razón frente a la realidad que le había tocado vivir y gestionar. Si hubiera sido un Maquiavelo, o simplemente un cínico, podría haberse permitido vivir con cierta holgura intelectual su compromiso político. No otra cosa hizo, al fin y al cabo, el presidente Balaguer, trujillista converso -o quizá no tanto-, que después de ser un auténtico valido durante la dictadura se las apañó para ser reelegido repetidas veces como presidente democrático. Si, por otra parte, Juan Bosch se hubiera dejado arrastrar por la pasión del populismo o por la obcecación en las ideas, quién sabe si estaríamos ahora venerando a un mártir, pero es seguro que no podríamos celebrar, como hoy lo hacemos, la lucidez de sus análisis y su contribución a la concordia y a la causa de la paz. A mí siempre me pareció un socialdemócrata a su estilo, frente al anquilosamiento hipócrita del socialismo oficial de la época; y aunque algunos puedan encontrar paralelismos entre su figura y la de Salvador Allende, con quien sostuvo una relación no muy intensa, o aunque inicialmente se entusiasmara con la revolución castrista, su posibilismo ético le llevó a intentar lo que resultó imposible en su tiempo: la modernización de la República Dominicana, frustrada por las fuerzas del imperialismo al uso, el militarismo de la época y la codicia de los poderosos.
Me parece interesante recordar por eso cómo fue aquella comparecencia suya en Madrid, el 14 de abril de 1967, un día en el que se cumplían puntualmente los cuarenta y seis años de la proclamación de la Segunda República Española. Bosch era hijo de español. Su padre fue un albañil nacido en Tortosa. De joven, don Juan fue enviado por la familia a estudiar y trabajar en Barcelona. Su suegra era gallega. En resumen, mantuvo siempre un vínculo entrañable, verdaderamente sentido, con nuestro país. Lector empedernido de nuestros clásicos, se sabía de memoria extensos pasajes de El Quijote y lucía en su prosa un atrayente mestizaje entre la concreción extrema de su castellano absolutamente depurado con el barroquismo del habla popular del Cibao dominicano. Pese a todo ello, la primera vez que habló en público en España fue en febrero del mismo año 1967, en un colegio mayor de la capital ante un auditorio universitario y en el marco de unas jornadas dedicadas a su país. En aquella ocasión trató de explicar lo que él consideraba como la "arritmia histórica" de la República Dominicana. Los asaltos de los corsarios -los famosos piratas del Caribe- durante el siglo XVI dificultaron siempre la relación de la isla con la metrópoli y la revolución francesa de finales del XVIII, con la consiguiente absorción por Francia y la recuperación, más tarde, de la isla por los colonos españoles, generó un retraso comparativo respecto a la evolución del resto de las naciones de su entorno. Esa arritmia histórica, en su opinión, venía motivada por el hecho de haber sido la isla siempre frontera del imperialismo, y haber estado sometida a mayores violencias, ultrajes y peligros que otros territorios de la corona de España. Después, en abril del citado año, frente a un auditorio multitudinario congregado en la sede del diario Pueblo, Bosch hizo pública su condición de revolucionario... sí, pero de revolucionario tranquilo o no violento, como antes he explicado. "América Latina tiene una larga tradición de lucha -dijo-. Cuarenta y dos mil infantes de Marina (los libros de Historia hablan ahora de veintitrés mil, pero a los efectos es lo mismo) pudieron poner fin a la revolución dominicana, pero ni con cuarenta y dos millones de hombres se podrá poner fin a la revolución de Latinoamérica. Lo que hay que hacer, pues, es anteponerse a esta revolución y lograr que se haga no violentamente, sino institucionalmente. Para que nuestros hijos, sin tener que ir a morir, puedan vivir en la justicia y la libertad". Hay que tener en cuenta, por lo demás, el momento en que todo esto sucedía. Entre la izquierda europea todavía no se habían disipado las esperanzas puestas en el experimento cubano y en los procesos de descolonización en África. La teoría del foquismo, ideada por Ernesto Che Guevara, se extendía como un reguero de pólvora por toda América. ¡Hagamos mil Vietnam en ella!, reclamaban los jóvenes, mientras algunos curas partidarios de la teología de la revolución se incorporaban a las guerrillas. La revolución estaba tan de moda que hasta un conservador reformista como el presidente demócrata cristiano de Chile, Eduardo Frei, llegó al poder bajo un eslogan de campaña que rezaba: "Revolución en libertad". En la España en la que Juan Bosch lanzó su grito a medias desesperado gobernaba todavía Franco, y lo habría de hacer aún durante casi una década. Sin embargo, aquí la palabra revolución tampoco estaba proscrita por la censura, entre otras cosas porque, oficialmente, el régimen constituía una de ellas, y los escritos oficiales, las arengas y proclamas desde las tribunas del poder se cancelaban con una jaculatoria inequívoca: "Por Dios, España y su revolución nacional sindicalista". Una revolución que en realidad no era sino una contrarrevolución, algunos de cuyos representantes más conspicuos acudieron a escuchar a don Juan. En el auditorio estaban entre otros el general García Valiño y Jesús Suevos (este era uno de los teóricos más avezados del franquismo), pero también Jorge Antonio, secretario particular y hombre de confianza de Juan Domingo Perón, y el escritor Ángel María de Lera, quien publicaría después una entrevista con Bosch en el Abc, líder entonces de la prensa española, en la que se ponía de relieve el abismo que aún existía, pese al famoso boom, entre la literatura latinoamericana y la de la península Ibérica. "Todas nuestras respectivas literaturas forman una sola, pero no hemos conseguido darle la unidad precisa dentro de su diversidad", comentaba el ex presidente. Para añadir: "Es una lástima y una falta imperdonable, porque no sabemos hacer uso de ese gran instrumento universal que es nuestra lengua común. Ello nos debilita enormemente frente a la presión de otras culturas, la anglosajona, por ejemplo".
Durante décadas venimos discutiendo sobre esa diversidad (étnica, política, económica) de América Latina y su unidad cultural a través del castellano. Durante siglos anduvimos enredados en saber si el archipiélago de sus naciones está unido por el mar del español más que fragmentado por las trifulcas locales, los nacionalismos provincianos y el culto a una diversidad legítima que, en nombre de la diferencia, sojuzga a veces la única gran conquista de la civilización en los dos últimos siglos: el concepto de igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Y, como tal ciudadano, Bosch lo fue de toda la América Latina, creía en su integración, en la necesidad de observar políticas y enhebrar sueños comunes, y de confrontar el imperialismo de la época, que denunció con decisión y brillantez.
En mi prólogo, antes citado, a El pentagonismo me refería precisamente a ello: "Han pasado cuarenta años desde que don Juan diera a la imprenta aquellas cuartillas en las que denunciaba el creciente poder del complejo industrial-militar americano, inicialmente desvelado por el propio general Eisenhower. Durante estas cuatro décadas el mundo experimentó considerables transformaciones: el Hombre conquistó el espacio; los Estados Unidos sufrieron una humillante derrota en Vietnam; asistimos a la revolución digital; cayó el muro de Berlín y contemplamos la emergencia de China como gran potencia. Sin embargo, el análisis de esa obrita acerca del militarismo de la política americana continúa de actualidad (...). La descripción que hace Bosch del sistema de toma de decisiones en la Casa Blanca tiene una vigencia sorprendente, lo que pone de relieve que los vicios por él denunciados no responden a errores de coyuntura o fracasos momentáneos. Constituyen tendencias de fondo de la democracia americana", que, añado yo, ahora esperemos pueda corregir el presidente Obama más pronto que tarde.
Resaltaba Bosch la necesidad que históricamente ha tenido Washington de argumentar ideológicamente sus intervenciones armadas. Pero tras la terrible matanza de las Torres Gemelas, la Casa Blanca no precisó de argumento alguno para justificar sus ataques a los campos de entrenamiento de terroristas en Afganistán, y no hubo protestas en los países democráticos por la intervención en dicho país. Antes bien, se generó una ola de solidaridad y apoyo hacia los Estados Unidos. Ese capital de simpatía y amistad fue dilapidado más tarde por el presidente Bush. La posterior invasión de Irak demostró que el pentagonismo estaba dispuesto a utilizar la amenaza terrorista como pretexto para imponer su propia estrategia.
Para comprender los análisis de Bosch respecto al papel desempeñado por Estados Unidos en América Latina y el Caribe es preciso remontarse a la llamada doctrina Monroe. El presidente James Monroe, tan temprano como en 1823, y ante el derrumbe del imperio español en aquellas tierras, advertía a las potencias europeas de que cualquier intento de extender su influencia en el hemisferio occidental sería considerado como "peligroso para la paz y la seguridad" de los Estados Unidos. Theodor Roosevelt utilizó la doctrina Monroe para justificar, a posteriori, la intervención americana en la guerra de Cuba. Y más tarde el demócrata Woodrow Wilson, que decidió la entrada de su país en la Primera Guerra Mundial "a fin de salvar la democracia en el mundo", se sirvió de similar argumento a la hora de enviar tropas a las jóvenes repúblicas caribeñas y centroamericanas, todavía "no preparadas para la democracia", según los analistas de la época. Los ejércitos y policías locales organizados por los marines en países como Nicaragua o República Dominicana fueron la base utilizada por los comandantes de turno, Somoza y Trujillo, para encaramarse al poder y ejercerlo de forma absolutamente tiránica. La idea de convertir a los Estados Unidos en una especie de policía global de la democracia, y de exportar ésta como si de un bien de consumo se tratara, por ingenua o cínica que parezca, viene de antaño y se inscribe en la tradición política de la gran potencia. Las funestas consecuencias de semejante visión del mundo las conocemos todos. Michael Reid, que durante muchos años se desempeñó como corresponsal del The Guardian y The Economist en la zona, describe en su libro Forgotten Continent de forma muy interesante estos procesos. Y al hilo de ellos especula con una anécdota protagonizada por el presidente Johnson a la hora de ordenar la invasión de República Dominicana en 1965, según él en defensa de las vidas y bienes de los norteamericanos residentes en la isla. Johnson aseguró públicamente que había tomado tan grave decisión cuando supo que "había cuerpos sin cabeza tirados en las calles de Santo Domingo". Como sus opositores y la prensa le desafiaron a que demostrara semejante aserto, llamó a su embajador y le ordenó sin más: "Por Dios bendito, es absolutamente necesario que encuentre algunos cuerpos sin cabeza". El resultado de todo ello, señala Reid, es que no hubo una auténtica democracia en ese país hasta bien entrada la década de los noventa. Llegó de la mano de los seguidores de Juan Bosch.
Admiré de él su honestidad como político, su lucidez intelectual y su extensa cultura. No tuvo miedo en llamar a las cosas por su nombre y luchó con coraje por un mundo más justo y pacífico. Nos ofreció un ejemplo de honestidad y coherencia en un ambiente destruido por la corrupción. Cuando le conocí, vivía más que discretamente en un apartamento de Benidorm acompañado de su esposa y sin ningún tipo de ayuda doméstica. "No puedo pagar ni siquiera un secretario", me dijo. "Soy un hombre pobre, muy pobre". Menos de lo que él creía, pues su estela es perdurable y nos dejó un legado inmenso de solidaridad y de dignidad.

Conferencia pronunciada por Juan Luis Cebrián el pasado 3 de diciembre en la Casa de América.

Paseando por el "mall"

Diario Libre
08/12/2009.-
Tienen quince, catorce, incluso trece años. Los fines de semana (que a veces empiezan para ellas los jueves) van al cine y a los centros comerciales. Subidas ya en tacos altos, maquilladas y con ropa de marca. No, no parecen lolitas. Parecen lolitas avejentadas, una curiosa mezcla de precoces jovencitas y niñas maduradas a la fuerza. Saben de marcas como nadie. Gastan dinero como si tuvieran derecho a ello. Se han saltado la etapa de la preadolescencia y han caído directamente desde la niñez a una etapa de vida social que imita a la de sus hermanas mayores. Seguir Leyendo...
Estas generaciones viven una niñez demasiado corta. Maduran al vapor, pero sólo por fuera. Porque no es el caso de los niños que se ven obligados a entender lo dura que es la vida porque tienen que salir a trabajar a los 10, 11 años. Estas jovencísimas generaciones nuestras salen… a divertirse. Parece ser su obligación.
Lo vivimos con asombro, pero tampoco lo evitamos. Preadolescentes que imponen horarios nocturnos a sus padres, que tienen que levantarse (o no acostarse) para salir a buscarles a la a la 1 de la mañana. Niños y niñas que tienen ese control sobre su vida familiar. Imponen ritmos de salida, de viaje, de uso del tiempo. Han cambiado las estructuras de poder. Antes, la independencia venía cuando se alcanzaba cierta autonomía. Ahora, la independencia se impone en formas y horarios y la autonomía se retrasa hasta los veintitantos largos... Es una pena, porque si algo es irrecuperable es el tiempo.

sábado, 5 de diciembre de 2009

La muerte lenta de Víctor Jara

Torturado y asesinado por los golpistas chilenos, el cantautor fue sepultado de forma casi clandestina en un modesto nicho. EL PAÍS reconstruye su muerte con los recuerdos de los testigos.
Por MANUEL DÉLANO © El País
Cansados y con sus manos entrelazadas en la nuca, los 600 académicos, estudiantes y funcionarios de la Universidad Técnica del Estado (UTE) tomados prisioneros por los militares golpistas iban entrando al Estadio Chile, un pequeño recinto deportivo techado cercano al palacio de La Moneda. Un oficial con lentes oscuras, rostro pintado, metralleta terciada, granadas colgando en su pecho, pistola y cuchillo corvo en el cinturón, observaba desde arriba de un cajón a los prisioneros, que habían permanecido en la universidad para defender el Gobierno del presidente socialista Salvador Allende. Era el 12 de septiembre de 1973, día siguiente del golpe militar, en el alba de la dictadura de 17 años encabezada por el general Augusto Pinochet.
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Con voz estentórea, el oficial repentinamente gritó al ver a un prisionero de pelo ensortijado:—¡A ese hijo de puta me lo traen para acá! -gritó a un conscripto, recuerda el abogado Boris Navia, uno de los que caminaba en la fila de prisioneros."¡A ese huevón!, ¡a ése!", le gritó al soldado, que empujó con violencia al prisionero. "¡No me lo traten como señorita, carajo!", espetó insatisfecho el oficial. Al oír la orden, el conscripto dio un culatazo al prisionero, que cayó a los pies del oficial.—¡Así que vos sos Víctor Jara, el cantante marxista, comunista concha de tu madre, cantor de pura mierda! -gritó el oficial. Navia rememora. Es uno de los testigos del juez Juan Fuentes, que investiga el asesinato del cantautor, uno de los crímenes emblemáticos de la dictadura, porque Jara fue con su guitarra y con sus versos el trovador de la revolución socialista del Gobierno de Allende en Chile. Por su impacto y la impunidad en que están los culpables, el crimen de Jara es en Chile el equivalente al asesinato de Federico García Lorca en España."Lo golpeaba, lo golpeaba. Una y otra vez. En el cuerpo, en la cabeza, descargando con furia las patadas. Casi le estalla un ojo. Nunca olvidaré el ruido de esa bota en las costillas. Víctor sonreía. Él siempre sonreía, tenía un rostro sonriente, y eso descomponía más al facho. De repente, el oficial desenfundó la pistola. Pensé que lo iba a matar. Siguió golpeándolo con el cañón del arma. Le rompió la cabeza y el rostro de Víctor quedó cubierto por la sangre que bajaba desde su frente", cuenta a este periódico el abogado Navia.Los prisioneros se habían quedado pasmados mirando la escena. Cuando el oficial, conocido como El Príncipe y hasta hoy no identificado con plena certeza, se cansó de golpear, ordenó a los soldados que pusieran a Jara en un pasillo y que lo mataran si se movía. El autor de canciones como El cigarrito y Te recuerdo Amanda, que Serrat, Sabina, Silvio Rodríguez y Víctor Manuel han incorporado en sus repertorios, entró así al campo de prisioneros improvisado por los militares donde vivió sus últimas horas.Muchos recordaron a Jara con emoción esta semana, cuando su viuda e hijas y la fundación que lleva su nombre organizaron el funeral que no pudo tener en 1973, la despedida popular que merecía, para sepultar los restos del cantautor, exhumados en junio por orden del juez y devueltos a la familia después de una nueva autopsia, que confirmó las huellas de bala y torturas.El ensañamiento con Jara fue uno de los signos de la dictadura de Pinochet (1973-1990), que truncó con brutalidad el Gobierno de Allende y los sueños socialistas, dejando un reguero de más de 3.200 muertos y desaparecidos, alrededor de 30.000 torturados y decenas de miles de exiliados. El Chicho, como era conocido Allende, un médico socialista y masón, había llegado a la presidencia en 1970, en su cuarto intento, con el 36% de los votos, encabezando la Unidad Popular, la coalición que reunía a la izquierda chilena en un arco multicolor.Con un programa que ofrecía reforma agraria, medio litro de leche diaria para los niños y la nacionalización del cobre, principal riqueza de Chile, en manos de empresas norteamericanas, la victoria de Allende en las urnas, la primera de un marxista en Occidente en plena guerra fría, sorprendió a Estados Unidos e insufló esperanzas en muchos países, incluidos los opositores de Franco en España. Un irritado presidente Richard Nixon ordenó en la Casa Blanca intensificar las acciones desestabilizadoras.Pero en Chile se vivían tiempos de efervescencia. Las movilizaciones sociales iban en ascenso y con Allende en La Moneda, el Gobierno ganó apoyo en las urnas en lugar de perderlo. El cerrojo norteamericano se apretó con el embargo de las exportaciones de cobre, en réplica a una nacionalización en la que Chile resolvió no indemnizar a las empresas expropiadas por haber obtenido ganancias excesivas, mientras la oposición de centro y derecha se reunió en una coalición contra Allende, y la izquierda más radicalizada comenzó a desbordar al Gobierno acusándolo de reformista. La lucha política se exacerbó.El Gobierno socialista concitó una amplia adhesión de artistas e intelectuales. En los tres años de Allende, Chile vivió un destape cultural como nunca antes y Víctor Jara fue uno de los protagonistas. Hijo de inquilinos campesinos, conoció de la explotación y miseria en su infancia y juventud. Aprendió música por la intuición de su madre. Cuando ella falleció, viajó a Santiago a estudiar teatro. Como director teatral recibió premios de la crítica y la prensa por sus montajes e hizo giras por dos continentes.Mientras estudiaba dramaturgia, comenzó a tocar y componer con el grupo Cuncumén. Después trabajó con la pléyade del folclor chileno: Quilapayún, Inti Illimani, Ángel e Isabel Parra, Patricio Manns, Rolando Alarcón. Violeta Parra, la autora del universal Gracias a la vida, fue una de las que descubrió tempranamente el talento de Jara como compositor e intérprete.Militante comunista, Jara defendió a la Unidad Popular con su guitarra, hizo canciones de protesta, pero sus obras mayores, aquellas más sencillas e imperecederas, son las que brotan desde la tierra y de la pobreza de las barriadas periféricas de Santiago, las fuentes de su saber. Víctor creía que "la mejor escuela para el canto es la vida", recuerda su viuda, Joan Turner, en Un canto trunco, las memorias de Jara. Nombrado embajador cultural por Allende, prefería compadrear en una peña popular a los cócteles de diplomáticos.Durante el paro de octubre de 1972, con el que la oposición quiso poner de rodillas al Gobierno, junto con decenas de miles de personas, Jara salió a realizar trabajos voluntarios para impedir que la economía se detuviera. En la vorágine escribió Manifiesto, su testamento musical: "Yo no canto por cantar / ni por tener buena voz, / canto porque la guitarra / tiene sentido y razón".Con la inflación desbocada, desabastecimiento y mercado negro, el transporte paralizado y con el mayor partido opositor, la Democracia Cristiana, cerrando las puertas al diálogo para encontrar una salida, a Allende casi no le quedan opciones, y muchos creen que un golpe militar es inminente. Resuelve que el martes 11 septiembre llamará a un plebiscito que decidirá si sigue o no en el poder. Enterados, los militares adelantan el golpe militar para ese martes.El escenario que había escogido Allende para pronunciar este discurso que podría haber cambiado la historia es la sede de la UTE. Nunca llegó. Enterado de la sublevación militar, Allende acude con sus colaboradores más cercanos a La Moneda, a defender la democracia. Dispuestos a todo, los militares bombardean el palacio y Allende, que sólo saldrá sin vida de ese lugar, pide a los trabajadores que permanezcan en sus puestos, pero que no se dejen provocar, y anticipa en su lúcido discurso final que otras generaciones superarán ese momento.En asambleas por facultad, la comunidad de la UTE resolvió permanecer en la sede universitaria, como pidió Allende. Entre ellos, Víctor Jara, que trabajaba en extensión en la universidad e iba a cantar en el acto de Allende. Habla dos veces por teléfono con Joan y cree que volverá a casa al día siguiente. Esa noche anima a los estudiantes en su último recital, mientras en todo Santiago suenan las balas de los militares.Al día siguiente, los militares instalan un cañón frente a la universidad y disparan a la rectoría mientras un centenar de soldados vacía sus cargadores. No hay resistencia: estaban desarmados. Rompen puertas y cerrojos y toman prisioneros a los 600 que permanecían ahí.El infierno está a un par de kilómetros, en el Estadio Chile, rebautizado en democracia como Estadio Víctor Jara. Ahí el cantautor queda tendido en el suelo. A un estudiante peruano que confunden con cubano le cortan una oreja con un cuchillo. A un profesor de ciencias sociales que llevaba pruebas recién corregidas de sus alumnos le piden las dos mejores notas, las entrega y lo obligan a que se coma las hojas. Los amenazan con barrerlos con "las sierras de Hitler", ametralladoras de gran calibre cuyas balas cortan los cuerpos. Un obrero grita: "¡Viva Allende!", y se arroja desde las graderías, muriendo desangrado. En el recinto caben apretadas 2.000 personas, pero hacinan a más de 5.000 prisioneros.El Príncipe tiene visitas de oficiales y quiere exhibir a Jara. Un oficial de la Fuerza Aérea que está con un cigarrillo le pregunta a Jara si fuma. Con la cabeza, niega. "Ahora vas a fumar", advierte, y le arroja el cigarrillo. "¡Tómalo!", grita. Jara se estira tembloroso para recogerlo. "¡A ver si ahora vas a tocar la guitarra, comunista de mierda!", grita el oficial y pisotea las manos de Jara, relata Navia."Cuando llegaron más prisioneros y los soldados fueron a recibirlos, Víctor se quedó sin custodia. Entre varios lo arrastramos adonde estábamos y comenzamos a limpiar sus heridas. Llevaba casi dos días sin comida ni agua", dice Navia. Un detenido consigue que un soldado le regale un tesoro: un huevo crudo. Se lo dan a Jara. Con un fósforo, el cantautor perfora el huevo en ambos extremos y lo sorbe. "Nos dijo que así aprendió en su tierra a comer los huevos", recuerda.A Jara le vuelven las energías. "Mi corazón late como campana", dice. Y habla, de Joan y sus hijas. Dos detenidos logran salir libres gracias a contactos. Varios escriben mensajes breves para que avisen a sus parientes de que están vivos. Víctor pide lápiz y papel. Navia le pasa una libreta pequeña de apuntes, que hoy conserva la Fundación Jara como pieza de museo. Escribe con dificultad sus últimos versos: "Canto que mal que sales / Cuando tengo que cantar espanto / Espanto como el que vivo / Espanto como el que muero".Repentinamente, dos soldados lo toman y arrastran, y Jara alcanza a arrojar la libreta. Navia se queda con ella. Comienza una golpiza más brutal que las anteriores, a culatazos. Otros prisioneros lo verán con vida horas después. Un conscripto, José Paredes, confiesa 36 años después que jugaron a la ruleta rusa con Jara antes de acribillarlo en los subterráneos. Es el único procesado vivo en el caso. El otro, el jefe del recinto, el coronel Mario Manríquez, falleció. La primera autopsia, en 1973, revela 44 disparos. La nueva, en 2009, confirma que Jara murió por múltiples impactos. Pero Paredes se retracta de su confesión.Al anochecer del sábado 15 de septiembre trasladan a los prisioneros del Estadio Chile al mayor recinto del país, el Estadio Nacional. "Al salir al foyer para irnos, vemos un espectáculo dantesco. Hay entre 30 y 40 cadáveres apilados, y dos de ellos están más cercanos. Todos están acribillados y tienen un aspecto fantasmagórico, cubiertos de polvo blanco, porque cerca estaban apilados unos sacos de cal para hacer reparaciones, que cubre sus rostros y seca la sangre. Reconozco a Víctor en primer lugar, y después al abogado y director de Prisiones Littré Quiroga", relata Navia.A Jara le han quitado el chaquetón que otro prisionero le había pasado porque tenía frío. Esa noche, los soldados arrojan seis de estos cadáveres, Jara entre ellos, junto al Cementerio Metropolitano, en el acceso sur de Santiago. Una vecina reconoce al cantautor y avisa para que lo recojan. Cuando el cuerpo llega a la morgue, un trabajador de este servicio, que era comunista, también reconoce a Jara y avisa a su esposa Joan para que lo sepulte antes de que lo sepulten en una fosa común.El cuerpo del cantautor está junto al de cientos de víctimas en un mesón de la morgue, al final de una fila de jóvenes. Sólo tres personas acompañan a Joan en el funeral semiclandestino que se celebró en el Cementerio General de Santiago, donde fue inhumado en un humilde nicho. Jara está en su cenit creativo, poco antes de cumplir 41 años, y quienes tronchan su vida no saben que lo están haciendo más universal, a él, pero también a ellos mismos.