sábado, 26 de noviembre de 2011

Genética versus racismo(*)

Por Ángel Garrido
(*)Nota:
Este ensayo sobre genética y racismo fue publicado por El Nacional de Santo Domingo el 24-VI-2001. La disputa por los restos mortales del holoceno temprano conocido como El hombre de Kennewick, en honor al pueblo del estado de Washington en que fueron descubiertos de manera fortuita por dos estudiantes universitarios el 28-VII-1996, le tocó seguir un curso dilatado y complicado en la Novena Corte de Apelación de EE UU. En julio de 2005 un equipo de científicos venidos desde diversos estados de EE UU se reunió por 10 días en Seattle para estudiar los restos mortales del Hombre de Kennewick.


El análisis de este suceso ha servido de punto de partida del presente ensayo.



Con la fundación de la ciudad de Lima en el año 1535 se cerraba la primera etapa dramática de lo que había de ser la conquista y colonización europea del continente americano.

En lo que al Caribe respecta, sólo España había colonizado sus tierras durante los primeros 130 años posteriores a la llegada de Colón. Con la plata del Perú y Nueva España (México) a la vuelta de pocos decenios los españoles habían logrado consolidar en América una presencia más impresionante que nunca tuvo continente alguno en ningún otro.

Ya para mediados del siglo XVII las naciones marítimas del norte de Europa habían adoptado su nueva estrategia de arrancarle a España las islas que en el Caribe había encontrado. A pesar de los efectos negativos que en la economía de la metrópolis había de surtir el ejercicio despiadado del contrabando y la piratería que acabo llevaban los europeos del norte, la España de los Habsburgo se las había arreglado para defender y ampliar sus territorios continentales.

También en la América del Norte el conquistador español campaba por sus fueros y ya a finales del siglo XVIII había ido a pretender el cargo al norte de San Francisco y al sur de lo que hoy es el estado de Oregón, donde debió varias veces cruzar espadas con las tropas rusas que, venidas desde la Alaska que para entonces colonizaban, se aventuraban costa abajo en busca del sur.

Ocho mil ochocientos años antes que españoles y rusos se enfrentaran en esas mismas tierras del actual Oregón estadounidense, un hombre de mediana edad había muerto en la orilla norte del río Columbia. Más de dos siglos después de los duelos furtivos entre rusos y españoles por una tierra de indios, la osamenta de aquel aborigen de Norteamérica yace en una morgue movediza del museo de Burke, de la ciudad de Seattle, bajo arresto por orden de una corte federal.

Nueve mil años no es nada, diría Gardel. Sin embargo, vaya si lo son para los huesos de un hombre que presenta signos incontrastables de violencia anterior a su muerte: costillas quebradas, un codo astillado y restos de un proyectil de piedra que había logrado interesarle la cadera.

El esqueleto había sido descubierto en 1996 por un grupo de estudiantes universitarios empapados en cerveza que participaban en una carrera de botes de alta velocidad. Un lustro después de su hallazgo, y a resultas de una intrincada batalla legal que no habrían entendido los rusos, ni los españoles ni los ancestros remotísimos ni los deudos remotos del occiso, el destino final de sus restos mortales es imposible de predecir hasta tanto se manifieste sobre el caso la Suprema Corte de Justicia de EE UU.

Al principio del hallazgo se creyó que se trataba de los restos de algún colono europeo del siglo XIX. Luego se procedió a enviar un fragmento al laboratorio para la prueba cronológica a radiocarbón. Cuando llegó el reporte que daba cuenta de que se trataba de una osamenta nueve veces milenaria el arqueólogo Jim Chatters convocó a una rueda de prensa: "No se parece a nadie que yo haya visto antes", dijo a los periodistas, "pero si tuviera que clasificarlos diría que son los restos de una persona caucásica, que se trata más bien de un ancestro remoto del europeo moderno". Pero las declaraciones de Chatters no amainaron las ansias reivindicativas de una coalición indígena constituida por cinco tribus noroccidentales a las cuales les presentan batalla legal ocho prominentes arqueólogos físicos de EE UU.

La batalla legal por los restos del llamado Hombre de Kennewick ha devenido un conflicto sobre raza, historia e identidad que involucra no sólo el pasado de EE UU, sino también su futuro.

Durante largos meses el arqueólogo Jim Chatters había deambulado por las calles con la marcada intención de encontrar un rostro y una cabeza cuyas formas se parecieran a las del Hombre de Kennewick. Algún que otro hindú le pareció semejante, pero luego de observar al extraño con detenimiento reparaba siempre en diferencias físicas francamente irreconciliables. Pero un buen día veía en la TV "Star Trek: The New Generation" cuando de repente reconoció al descendiente que buscaba de los huesos que defendía: se trataba del actor británico Patrick Stewart que hacía el papel del capitán Jean Luc-Picart. "¡Este se parece más que ningún otro!", exclamó. Sin embargo, su repentino hallazgo no atenuó en lo más mínimo las ansias de las cinco tribus de recuperar su esqueleto para darle indiana sepultura.

Antropólogos reputados rechazaron en el acto como "puras especulaciones" la pretendida europeidad de la osamenta propuesta por Chatters: "No entendemos por qué era necesario hacer un reclamo tan controvertible e incendiario", han dicho en fecha reciente los académicos Alan Awedlund, de la Universidad de Massachusetts-recinto de Amherst, y Duane Anderson de la School of American Research.

Sépase de todas maneras que los estudiosos también postulan que para la época en que según las pruebas de laboratorio vivió el Hombre de Kennewick la población total del área, comprendida por la parte oriental de los actuales estados de Washington y Oregón, así como por Idaho y Nevada, debió oscilar entre 500 y 1000 habitantes.

Cuesta un trabajo enorme resistir la tentación de imaginar el espanto de la persona encarnada en aquel esqueleto si reencarnada se viera frente a la aislada ciudad que le ha prestado su nombre: "Bienvenidos a Kennewick: Una comunidad generadora de electricidad", reza el letrero que habría de darle la bienvenida al sobrecogido muerto cuya resurrección imaginamos. Si sobreviviera al primer espanto, boquiabierto y cariacontecido se quedaría al oír de labios de los habitantes de Kennewick que él es el objeto de una disputa que se conoce como Bonnichsen et at. versus los Estados Unidos de América, que además involucra al Departamento de Interior y que será vista por un juez federal en la ciudad de Portland, estado de Oregón.

Para deslumbrarlo y estremecerlo aún más habría que informarle al difunto nueve veces milenario que el Cuerpo de Ingenieros del Ejército de EE UU, que administra las tierras donde fueron encontrados sus restos, temeroso de ser carne de la que el reclamo indígena podría ser cuchillo, ordenó sin mayor miramiento la devolución de la osamenta a las cinco tribus noroccidentales que enterrarla pretenden. Fue entonces cuando los preindicados científicos se buscaron un abogado y acudieron a corte. El todavía vigente interdicto que de la justicia obtuvo el abogado de los antropólogos ordena el arresto de los restos mortales.

Demasiada literatura tremenda para un hombre nacido en pleno siglo setenta antes de Cristo.

Razas: mito y realidad

Tanto más el lobo que la gacela; tanto más ésta que el elefante africano; tanto más ese gigante tropical que el ciervo, pero todos ellos entre sí son a su vez desde el punto de vista genético muchísimo más diversos que el homo-sapiens.

Registra el ser humano -hablamos desde la clandestinidad de la ciencia que estudia sus genes- pequeñas diferencias genéticas que tienen más que ver con la latitud y la longitud en habita que con el color de su piel o cualesquiera otras trazas raciales. Esto significa que tales diferencias genéticas son mayores entre un blanco de Bulgaria y otro blanco de Noruega, que las que puedan haber entre un blanco y un negro del Brasil.

La masiva migración humana hacia las Américas ayudó a crear el concepto que de raza tenemos a partir del siglo XVIII. A juicio de la Asociación Americana de Antropología la actual idea de "raza" constituye un mecanismo social inventado en dicho siglo para hacer alusión a los nuevos pobladores de la América colonial. La raza devino el pretexto mediante el cual el colonizador europeo justificaba el sojuzgamiento de indios y africanos.

Al principio de la esclavitud americana el esclavista blanco justificaba en términos bíblicos su actitud. Más adelante, el propio Darwin en persona había de liberar a curas y pastores de semejante crimen contra la humanidad: "La superioridad blanca", dijo "es un antojo de la naturaleza".

Tal y como de manera brillante ilustra Steve Coll en su insuperable trabajo aparecido en la revista del Washington Post correspondiente al domingo 3 de junio de 2001: "Raza y racismo aún campan por sus fueros en las estructuras sociales, como una experiencia cotidiana. En ese sentido, mientras el discrimen racial genere crímenes abominables, fichas raciales elaboradas por la policía, prejuicios en los lugares de trabajo y otras ofensas, la raza no sólo ha de existir, sino que además es urgente. Sin embargo", alumbra la gallarda y justiciera péndola del notable periodista estadounidense, "la idea de raza como experiencia cotidiana siempre ha dependido hasta cierto punto de marcadas presunciones acerca de la biología, bajo la creencia de que los grupos raciales ofrecen una manera aceptable de describir las variaciones físicas del ser humano".

Hace 90 años que el padre de la moderna antropología en EE UU, Franz Boas, demostró que la forma de los cráneos humanos puede variar marcadamente en el curso de una sola generación debido a factores ambientales.

Mediante el estudio de miles de cráneos alrededor del mundo, luego de medirlos de 57 maneras diferentes, el antropólogo John Rolethfore, de la Universidad de Nueva York-recinto de Oneonta, ha demostrado en fecha reciente que entre el 85 y el 90 por ciento de las variaciones craneales ocurren dentro de los individuos de una misma raza. Lo cual significa que sólo entre un 15 y un 20 por ciento de dichas variaciones ocurren entre individuos de grupos raciales distintos.

Los antropólogos físicos, Chatters entre ellos, admiten que la forma del hueso craneano podría constituir un buen indicio para diferenciar grupos de población, pero postulan sin embargo que se rechace el concepto de razas biológicas.

Otros, como Douglas Owsley del Smithsonian Institution, consideran irrelevante el asunto de si existen o no las razas biológicas.

Dígase además que también los hay como George Gill, que defienden de manera abierta la existencia de las razas biológicas y el derecho de las mismas a se les reconozca como tales.

Gill argumenta que cuando examina con fines legales esqueletos modernos, en cuatro de cada cinco ocasiones logra predecir la raza de occiso a partir de la forma del cráneo y otros huesos. Siendo esa la situación, se pregunta Gill, "por qué no usar un lenguaje racial para describir las variaciones humanas. Creo en el uso del lente racial como la manera más fácil de analizar el asunto", dice.

Con ese tipo de pronunciamientos logra enfurecer a los antropólogos culturales. Ellos piensan que su insistencia sobre el tema racial sienta las bases para un sistema de pensamiento destructivo, una manera de pensar que ha derramado la sangre de millones de personas.

Se preguntan por qué mantener ese lenguaje y esas categorías raciales sin fundamento biológico. Estos antropólogos piensan que la habilidad de Gill para deducir la raza a partir del esqueleto lo convierte en una suerte de prestidigitador cuyo truco se basa en definiciones recurrentes y en falsa información. Lo ven como a un Walter Mercado de la antropología que escribe horóscopos de defunción luego de consultar a los astros.

Un juego que sería divertido si no le hubiera costado a la humanidad sangre y lágrimas con qué llenar la mar océana.

En 1865 el cirujano general de los Estados Unidos ordenaba a todos los oficiales médicos del Ejército "colectar y remitir a las oficinas del Cirujano General todas las muestras de anatomía mórbida, quirúrgicas y médicas, que puedan considerarse valiosas".

A la vuelta de pocos años tuvo el ejército estadounidense la más amplia colección de esqueletos indios que aspirarse pueda.

La fiebre de huesos indígenas convirtió en enormes morgues sin deudos los museos del país. Los cientistas que aspiraban a demostrar la innata superioridad del hombre blanco leían textos tan estrafalarios como Crania Americana, de Samuel Morton. Iluminados por un afán cientificista digno de mejor causa, se apresuraban a rellenar con perdigones a la luz de un candil las calaveras de indios, sólo para demostrar cuán poco cerebro en ellas cabía.

Tan humanístico trabajo había de echar los cimientos que luego les vendrían a los cientistas nazis como brida roja a caballo blanco. Por uno de esos traveses que alimentan la ironía, hoy existe a pocos metros de Smithsonian Institution, en el centro de Washington, DC, el Museo del Holocausto. Tal vez empezó a erigirse dicho museo cuando se dio inicio a las mediciones de la pretendida insuficiencia cerebral del indio americano. Los cientistas al servicio de Hittler superaron las más desquiciadas mediciones de "anatomías mórbidas".

Los estudios recientes sobre biología contradicen todos y cada uno de los prejuicios raciales.

El Hombre de Kennewick no es un asunto que concierne con exclusividad a la prehistoria de este continente. A la prehistoria pertenecería a lo sumo lo que a ella le cediera de él la moderna ciencia genética.

Son los biólogos evolucionistas los que han demostrado a cabalidad que el origen racial es a duras penas perceptible en términos genéticos.

Demoledoras de prejuicios raciales resultan las conclusiones a las cuales arribó hace tres años la junta ejecutiva de la Asociación Americana de Antropología: al tomar en consideración una serie de evidencias genéticas, tales como el ADN y los tipos de sangre, el 94 por ciento de las variaciones físicas entre seres humanos ocurren dentro de una misma raza; sólo un 6 por ciento de dichas variaciones brincan la barrera étnica.

Ninguna mente ecuánime desea obviar la triste realidad que aún vivimos y que hace apenas días, a primeros de junio de 2001, hizo que los futbolistas del Treviso italiano saltaran todos al césped con la cara pintada de negro para protestar la mayor ostentación que de racismo hiciera su fanaticada: en un partido reciente había abandonado las gradas disgustada por la presencia en dicho equipo de un jugador nigeriano.

Aún haciendo acopio de la preindicada patología social, si se nos permitiera evocar el contenido de la carta que sobre el positivismo como sistema filosófico intercambiara con su hermano Max el eminente humanista dominicano Pedro Henríquez Ureña, entonces sería cuestión de, mutatis mutandis, sustituir cantidades iguales: el racismo está muerto y enterrado desde el punto de vista de la moderna ciencia genética, ahora sólo falta saber cuánto le queda de vida a los racistas.

( Aquí escribimos la parte de entrada que veremos extendida )

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