A la memoria de dos juanes eternos: Bosch y Santamaría,
como se comprenderá(*)
Comoquiera que se peine la Virgen del narrador que un párrafo empieza, le faltará agua. Lloverá poco. Peinarse la Virgen en el trópico caribe comporta la idea de lloviznar de manera breve en día soleado. Lo mismo le ocurre al novelista que ha puesto punto y aparte: tiene que ejercitarse en la respiración diafragmática y tomar aliento. Ocasiones habrá en que necesitará documentarse sobre varios aspectos del tema que trata para confundir al adversario, que no es otro que el lector exigente que le abandonará al primer descuido.
Seguir Leyendo... Acaba de sucederme lo que siempre temo, pues si bien es cierto que no escribo en este instante una novela, también lo es que necesito transmitirles a ustedes con la mayor claridad y con la mayor honestidad posible lo poquito que sobre el oficio he aprendido. ¿Qué les he transmitido en lo que dicho llevo hoy? Tal vez, con mucha dicha, la idea de la total precariedad de recursos poéticos y artísticos en sentido general de todo buen narrador. Si poseyera tales recursos sería sin duda un buen poeta, la más alta categoría alcanzable por escritor de carne y huesos.
Como por desventura no es el narrador un poeta nato, necesita alimentarse de la poesía popular. El mandato narrativo surge de la resaca del narrador. Es producto de sus borracheras con el ron público de la palabra ajena. No es, como se piensa a menudo, el simple relato de que Pedro abrió con sigilo la puerta lateral. Dentro de la sala a duras penas iluminada por los últimos rayos del crepúsculo lo esperaba su descorazonada amada sentenciada a muerte por el parte inmisericorde de su médico de cabecera. No. En lo dicho habrá a lo sumo noticia, y la noticia bien dicha es trabajo de los buenos reporteros, cuyo innegable talento los conduce a menudo al mundo de la literatura.
No es importante si lo oí en mi pubertad o en mi temprana adolescencia. Cuando fuera que oyera yo de labios de Gordita Rodríguez en una acera de mi pueblo aquella perla de la sorna y del asombro sabanalamarinos, de poco me serviría sin varios decenios de esfuerzos denodados para poder pulir la piedrita y engastarla en prenda literaria. Se trata sólo de la natural y grácil reacción de Gordita ante la audacia soez de un piropo ajeno dirigido a otra compueblana nuestra:”¡Ay, pero lo tierno del chiquillo! Niño: por favor cópiamelo para aprendérmelo”.
Pocos años más tarde, en el Pueblo Abajo sabanalamarino, Manapié oiría en el umbral del colmado de la esquina de labios de otra compueblana adolescente la peor insolencia de su vida, al influjo de la cual había de invocar la acción de la Divina Providencia en beneficio del futuro ético de la niña. Al oír menuda insolencia de labios de la adolescente cruel, se mordería Manapié los suyos antes de exclamar con voz grave y pausada: “¡Muchachita que ha de salir puta, Dios mediante!”
No importa el día ni la hora. Importa sí el impacto de la ocurrencia en la imaginación del narrador, que buena falta le hará novela abajo. El novelista no puede inventarse la vida, so pena de que la vida por él inventada no se parezca demasiado a la vida que transcurre en la esquina en este instante.
Yo he leído hará más de un decenio que en la asombrosa Bogotá de Colombia los ingenieros del ingenio humano se habían valido de gatos hidráulicos gigantescos para desplazar de una esquina a otra un edificio de varios pisos. Una noticia de fábula, pero demasiado distante de mí para que sea la mudanza de mi vida. La mudanza de mi vida es la de la vivienda de mis tíos Urania y Urbano allá en Sabana de la Mar. Una casa de madera techada de zinc que se desplaza calle abajo montada sobre pivotes bastos y circulares como postes del tendido eléctrico. Es el raso de la mano abierta, el aspaviento de feria de mi primo mayor Cipriano Antonio que por el hueco de la ventana trasera prodigaba adioses sin dueño ni destino ante el asombro de circo de los parroquianos impávidos. La casa de madera y zinc de mis tíos se mudaba de manzana y en mi pueblo marino no había al alcance de la vista antecedentes de tal hecho.
Tampoco tenía antecedentes en los anales del municipio la delegación de su propio rostro que acabo llevara Enrique el del Pueblo Viejo. Había sucedido en los albores del cuarto decenio del pasado siglo XX. La llamada carta de ruta que como documento de identidad personal existía para la época de referencia, había de ser sustituido por la cédula personal de identidad. El alcalde municipal había convocado con tales fines una reunión en el cabildo local: “Para que pueda ser expedida una cédula”, les aclaró el alcalde, “se precisa de un retrato reciente del usuario”. El fotógrafo más cercano a Sabana de la Mar en el año 1932 estaba en el pueblo de Sánchez, y hasta allá tenía que viajar en barco el interesado para hacerse retratar.
No era cosa de echar de menos si el representante fotográfico propuesto por Enrique el del Pueblo Viejo se parecía a él tantísimo como pudiera el talentoso Julio Sabala parecerse a Julio Iglesias. Tampoco importaba tanto el total desconocimiento de Enrique en el año 1932 de lo que significaba el sustantivo retrato. Importaba en cambio el candor y la honestidad de su propuesta: “Yo no podré viajar a Sánchez, señor alcalde, pero lo aseguro que me haré representar”, aseveró.
Entonces, ahí está la materia susceptible de ser novelada. Pero qué cosa porque ahí no está aún la novela, de la misma manera que en las fundas de cemento, las varillas, la arena, los azulejos y la madera aún no está la casa. Hay que aprender la técnica que nos permite valernos de esos materiales para construir la casa. O de las penas, de las alegrías, de las vivencias propias y ajenas, y sobre todo de las palabras para poder escribir la novela.
Ya hemos hablado del carácter inevitable de los recursos poéticos en la novela. Debió ser el pintor Edgar Degas quien en su siglo XIX llegó hasta el poeta Stéphne Mallarmé con la inquietud de que quería escribir poesía y que en adelanto tenía ya algunas ideas:
--Estupendo –le aclaró el poeta— pero la poesía no se hace con ideas sino con palabras.
A quien tenga ya ideas para escribir una novela, sólo le faltan las palabras.
El material poético en el edificio de la novela
Como por desventura no es el narrador un poeta nato, necesita alimentarse de la poesía popular. El mandato narrativo surge de la resaca del narrador. Es producto de sus borracheras con el ron público de la palabra ajena. No es, como se piensa a menudo, el simple relato de que Pedro abrió con sigilo la puerta lateral. Dentro de la sala a duras penas iluminada por los últimos rayos del crepúsculo lo esperaba su descorazonada amada sentenciada a muerte por el parte inmisericorde de su médico de cabecera. No. En lo dicho habrá a lo sumo noticia, y la noticia bien dicha es trabajo de los buenos reporteros, cuyo innegable talento los conduce a menudo al mundo de la literatura.
No es importante si lo oí en mi pubertad o en mi temprana adolescencia. Cuando fuera que oyera yo de labios de Gordita Rodríguez en una acera de mi pueblo aquella perla de la sorna y del asombro sabanalamarinos, de poco me serviría sin varios decenios de esfuerzos denodados para poder pulir la piedrita y engastarla en prenda literaria. Se trata sólo de la natural y grácil reacción de Gordita ante la audacia soez de un piropo ajeno dirigido a otra compueblana nuestra:”¡Ay, pero lo tierno del chiquillo! Niño: por favor cópiamelo para aprendérmelo”.
Pocos años más tarde, en el Pueblo Abajo sabanalamarino, Manapié oiría en el umbral del colmado de la esquina de labios de otra compueblana adolescente la peor insolencia de su vida, al influjo de la cual había de invocar la acción de la Divina Providencia en beneficio del futuro ético de la niña. Al oír menuda insolencia de labios de la adolescente cruel, se mordería Manapié los suyos antes de exclamar con voz grave y pausada: “¡Muchachita que ha de salir puta, Dios mediante!”
No importa el día ni la hora. Importa sí el impacto de la ocurrencia en la imaginación del narrador, que buena falta le hará novela abajo. El novelista no puede inventarse la vida, so pena de que la vida por él inventada no se parezca demasiado a la vida que transcurre en la esquina en este instante.
Yo he leído hará más de un decenio que en la asombrosa Bogotá de Colombia los ingenieros del ingenio humano se habían valido de gatos hidráulicos gigantescos para desplazar de una esquina a otra un edificio de varios pisos. Una noticia de fábula, pero demasiado distante de mí para que sea la mudanza de mi vida. La mudanza de mi vida es la de la vivienda de mis tíos Urania y Urbano allá en Sabana de la Mar. Una casa de madera techada de zinc que se desplaza calle abajo montada sobre pivotes bastos y circulares como postes del tendido eléctrico. Es el raso de la mano abierta, el aspaviento de feria de mi primo mayor Cipriano Antonio que por el hueco de la ventana trasera prodigaba adioses sin dueño ni destino ante el asombro de circo de los parroquianos impávidos. La casa de madera y zinc de mis tíos se mudaba de manzana y en mi pueblo marino no había al alcance de la vista antecedentes de tal hecho.
Tampoco tenía antecedentes en los anales del municipio la delegación de su propio rostro que acabo llevara Enrique el del Pueblo Viejo. Había sucedido en los albores del cuarto decenio del pasado siglo XX. La llamada carta de ruta que como documento de identidad personal existía para la época de referencia, había de ser sustituido por la cédula personal de identidad. El alcalde municipal había convocado con tales fines una reunión en el cabildo local: “Para que pueda ser expedida una cédula”, les aclaró el alcalde, “se precisa de un retrato reciente del usuario”. El fotógrafo más cercano a Sabana de la Mar en el año 1932 estaba en el pueblo de Sánchez, y hasta allá tenía que viajar en barco el interesado para hacerse retratar.
No era cosa de echar de menos si el representante fotográfico propuesto por Enrique el del Pueblo Viejo se parecía a él tantísimo como pudiera el talentoso Julio Sabala parecerse a Julio Iglesias. Tampoco importaba tanto el total desconocimiento de Enrique en el año 1932 de lo que significaba el sustantivo retrato. Importaba en cambio el candor y la honestidad de su propuesta: “Yo no podré viajar a Sánchez, señor alcalde, pero lo aseguro que me haré representar”, aseveró.
Entonces, ahí está la materia susceptible de ser novelada. Pero qué cosa porque ahí no está aún la novela, de la misma manera que en las fundas de cemento, las varillas, la arena, los azulejos y la madera aún no está la casa. Hay que aprender la técnica que nos permite valernos de esos materiales para construir la casa. O de las penas, de las alegrías, de las vivencias propias y ajenas, y sobre todo de las palabras para poder escribir la novela.
Ya hemos hablado del carácter inevitable de los recursos poéticos en la novela. Debió ser el pintor Edgar Degas quien en su siglo XIX llegó hasta el poeta Stéphne Mallarmé con la inquietud de que quería escribir poesía y que en adelanto tenía ya algunas ideas:
--Estupendo –le aclaró el poeta— pero la poesía no se hace con ideas sino con palabras.
A quien tenga ya ideas para escribir una novela, sólo le faltan las palabras.
El material poético en el edificio de la novela
De lo que dicho llevamos se colige que el novelista no alcanza la excelsa categoría del poeta. Sin embargo, ¡sublime antinomia!, la novela que carece de poesía jamás sobrevivirá el escarnio de los siglos.
Los novelistas modernos compartimos la manía de referirnos a Miguel de Cervantes Saavedra. La máxima latina es milenaria: “El abuso no quita el uso”. Por inapropiada que pueda parecer en poesía la certeza física, la imagen fotográfica podría adornar la parábola: si el lente del novelista no retrata la belleza oculta en las palabras, se vuelve cuesta arriba la lectura de su prosa.
Hemos mencionado a Cervantes. Ande usted y pregúntele a los dioses del Olimpo por qué podemos escribir en tan sólo tres oraciones, obviadas las consabidas dudas acerca del lugar y de la fecha de su nacimiento, la biografía de Miguel de Cervantes Saavedra: “Nació en Alcalá de Henares el 29 de septiembre de 1547, escribió El Quijote, y murió con aceptable certeza en Madrid el 23 de abril de 1616”. Riquísima en hechos memorables fue la vida del novelista más admirable de la humanidad, ¿pero para qué decir más en el momento de biografiarlo?
Sería que no basta acaso para biografiarse a sí mismo la gracia y el tino poético de quien describe a un andante caballero medieval armado de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Y a renglón seguido lo alimenta de una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, y algún palomino de añadidura los domingos, los cuales consumían las tres partes de su hacienda. Y el resto de ella lo remataban sus prendas de vestir, descritas todas con igual gracejo y fiesta poética.
Jóvenes poetas y narradores que la presente leyeren, una preguntita indiscreta: ¿Y por qué calendario se regía Cervantes? No les parece a ustedes una semana rara que iba de las más noches, es decir, de las noches correspondientes a los días que el mismo Cervantes a poco andar ha de llamar de entresemana, a los sábados, para devolverse a los viernes y devolverse nueva vez a los domingos.
Y otra pregunta retórica. No tienen que responderla en el acto. Tómenla consigo y respóndasela ustedes mismos en su hontanar anímico: ¿Estaba Cervantes borracho cuando empezó a escribir su novela, o había por el contrario remontado ya en el primer párrafo de su obra maestra el albur de la poesía?
(Lo lamento en el alma. ¿Y qué mento? Mento santo. ¿Y qué santo? Santo Tomás.
Que justo de la sapientia cordis o sabiduría del corazón atribuida a la doctrina cristiana de Santo Tomás de Aquino quiero hablarles. Esa sabiduría del corazón anida sin duda en el ánimo y en la intuición de los poetas mayores. Por eso le es dado a Cervantes escribir un poema en prosa cuyo número total de páginas, medido en cientos de ellas, varía en función de las introducciones, prólogos, aclaraciones y notas al calce de la edición que en su casa tenga usted.)
Edith Grossman, traductora al inglés afortunada del Amor en los tiempos del cólera, cuando hubo de embarcarse por fin en una ambiciosa y noble traducción de El Quijote, contó con típico asombro neoyorquino que al verla Gabriel García Márquez después de saberla inmersa en tan grande empresa le enrostró su infidelidad: “Me cuentan que me pegas los cuernos con Cervantes”, le socaliñó el hermano colombiano del gigante de Alcalá de Henares.
Se empobrecería de manera sensible nuestro parnaso sin esos gemelos de siglos y patrias chicas distantes entre sí. Pero a nadie se le ocurriría leer este trabajo sólo para vernos hacerles justicia a tan celebradas grandezas literarias. Estamos para aprender de ellos: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar la tarde remota en que su abuelo lo llevó a conocer el hielo”.
O si le cediéramos la palabra al trillizo mexicano de los gemelos arriba indicados: “Llegué a Comala porque me dijeron que aquí vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”.
¿Qué demonios exorcizan en nosotros estos brujos de la palabra escrita? ¿Cómo la gallarda péndola de estos hombres ha transfigurado en poesía los aspectos más crueles y los más gratos de su propia realidad?
Las penas y las alegrías del narrador hechas literatura
El novelista que no acumula vida, dependerá demasiado de la imaginación. Pero ése no sería ni por asomo su mayor defecto. Su defecto narrativo estriba en lo que los españoles llaman pasotismo, y los puertorriqueños, en una metáfora llena de grises y sugestiva hasta la linde última, lo comparan con un pato bajo la lluvia: la vida le ha resbalado a ese novelista como le resbala al pato el agua bajo la lluvia. Al pasota, supongo, ha de costarle enorme trabajo novelar la vida. De la misma manera que al que no es amable por naturaleza y se mete a candidato, se ve en su peor traje cuando tiene que interesarse de corazón por sus votantes.
Yo quería ser justo este verano cuando el colectivo literario que me ha invitado a esta charla en Nueva York estuvo en Washington, DC. Mientras nos dirigíamos hacia el Busboy and Poets de la calle 14 a la presentación del libro Mujeres de palabra (y hombres raros, según el poeta Jorge Piña) el embajador Roberto Saladín había quedado fascinado por la gracia femenina de un poema en el que la poeta se declara demasiada mujer para su hombre. Y debo contarles además que el embajador Saladín, por un compromiso previo con su nieto Sebastián, se había perdido la lectura que de dicho hiciera en nuestra casa uno de los hombres raros que acompañaron hasta Washington a las mujeres de palabra.
¡Qué pena que se perdiera Roberto Saladín el gesto histriónico y gallardo del hombre raro que al final de la lectura del poema lanzó sobre la grama reseca del verano de Virginia el poemario recién leído!
Ya lueguito, cuando llegó el triste momento de la despedida y quisimos ofrecerles a los poetas una cerveza de despedida, Karina Rieke me preguntaba si me había impresionado la lectura de los poemas que en la tarde del día anterior había hecho ella. Al comenzar esta historia puse de manifiesto mi intención de ser justo: “Quiero decir, Karina, que la poesía y el pan se quedan para siempre como han salido del horno”.
Karina empuñó entonces una de las servilletas de tela que bien dobladas sobre la mesa del restaurante contenía un juego de cubiertos. Con suma delicadeza desenvolvió la servilleta y empuñó por el mango el cuchillo de metal: “Di la verdad, Ángel: ¿No te impresionó mi lectura?” Puesto yo contra el cuchillo de Karina y el espaldar de mi silla, sólo contaba con la benevolencia de Jorge Piña y de Jacqueline Guilamo, comensales a la misma mesa pero en extremos opuestos, para desarmar a esta mujer de palabra fácil y cuchillo al ristre.
Lo cuento de pasaditas, pero jamás novelaría en fecha reciente el susto de aquella mañana. Acumulo cuitas y alegrías para reflejarlas letra a letra en mi novela de turno, pero las letras hay que secarlas, hay que cernerlas, hay sacudirlas en batea grande y hay que medirlas por buen cajón.
Los novelistas modernos compartimos la manía de referirnos a Miguel de Cervantes Saavedra. La máxima latina es milenaria: “El abuso no quita el uso”. Por inapropiada que pueda parecer en poesía la certeza física, la imagen fotográfica podría adornar la parábola: si el lente del novelista no retrata la belleza oculta en las palabras, se vuelve cuesta arriba la lectura de su prosa.
Hemos mencionado a Cervantes. Ande usted y pregúntele a los dioses del Olimpo por qué podemos escribir en tan sólo tres oraciones, obviadas las consabidas dudas acerca del lugar y de la fecha de su nacimiento, la biografía de Miguel de Cervantes Saavedra: “Nació en Alcalá de Henares el 29 de septiembre de 1547, escribió El Quijote, y murió con aceptable certeza en Madrid el 23 de abril de 1616”. Riquísima en hechos memorables fue la vida del novelista más admirable de la humanidad, ¿pero para qué decir más en el momento de biografiarlo?
Sería que no basta acaso para biografiarse a sí mismo la gracia y el tino poético de quien describe a un andante caballero medieval armado de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Y a renglón seguido lo alimenta de una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, y algún palomino de añadidura los domingos, los cuales consumían las tres partes de su hacienda. Y el resto de ella lo remataban sus prendas de vestir, descritas todas con igual gracejo y fiesta poética.
Jóvenes poetas y narradores que la presente leyeren, una preguntita indiscreta: ¿Y por qué calendario se regía Cervantes? No les parece a ustedes una semana rara que iba de las más noches, es decir, de las noches correspondientes a los días que el mismo Cervantes a poco andar ha de llamar de entresemana, a los sábados, para devolverse a los viernes y devolverse nueva vez a los domingos.
Y otra pregunta retórica. No tienen que responderla en el acto. Tómenla consigo y respóndasela ustedes mismos en su hontanar anímico: ¿Estaba Cervantes borracho cuando empezó a escribir su novela, o había por el contrario remontado ya en el primer párrafo de su obra maestra el albur de la poesía?
(Lo lamento en el alma. ¿Y qué mento? Mento santo. ¿Y qué santo? Santo Tomás.
Que justo de la sapientia cordis o sabiduría del corazón atribuida a la doctrina cristiana de Santo Tomás de Aquino quiero hablarles. Esa sabiduría del corazón anida sin duda en el ánimo y en la intuición de los poetas mayores. Por eso le es dado a Cervantes escribir un poema en prosa cuyo número total de páginas, medido en cientos de ellas, varía en función de las introducciones, prólogos, aclaraciones y notas al calce de la edición que en su casa tenga usted.)
Edith Grossman, traductora al inglés afortunada del Amor en los tiempos del cólera, cuando hubo de embarcarse por fin en una ambiciosa y noble traducción de El Quijote, contó con típico asombro neoyorquino que al verla Gabriel García Márquez después de saberla inmersa en tan grande empresa le enrostró su infidelidad: “Me cuentan que me pegas los cuernos con Cervantes”, le socaliñó el hermano colombiano del gigante de Alcalá de Henares.
Se empobrecería de manera sensible nuestro parnaso sin esos gemelos de siglos y patrias chicas distantes entre sí. Pero a nadie se le ocurriría leer este trabajo sólo para vernos hacerles justicia a tan celebradas grandezas literarias. Estamos para aprender de ellos: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar la tarde remota en que su abuelo lo llevó a conocer el hielo”.
O si le cediéramos la palabra al trillizo mexicano de los gemelos arriba indicados: “Llegué a Comala porque me dijeron que aquí vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”.
¿Qué demonios exorcizan en nosotros estos brujos de la palabra escrita? ¿Cómo la gallarda péndola de estos hombres ha transfigurado en poesía los aspectos más crueles y los más gratos de su propia realidad?
Las penas y las alegrías del narrador hechas literatura
El novelista que no acumula vida, dependerá demasiado de la imaginación. Pero ése no sería ni por asomo su mayor defecto. Su defecto narrativo estriba en lo que los españoles llaman pasotismo, y los puertorriqueños, en una metáfora llena de grises y sugestiva hasta la linde última, lo comparan con un pato bajo la lluvia: la vida le ha resbalado a ese novelista como le resbala al pato el agua bajo la lluvia. Al pasota, supongo, ha de costarle enorme trabajo novelar la vida. De la misma manera que al que no es amable por naturaleza y se mete a candidato, se ve en su peor traje cuando tiene que interesarse de corazón por sus votantes.
Yo quería ser justo este verano cuando el colectivo literario que me ha invitado a esta charla en Nueva York estuvo en Washington, DC. Mientras nos dirigíamos hacia el Busboy and Poets de la calle 14 a la presentación del libro Mujeres de palabra (y hombres raros, según el poeta Jorge Piña) el embajador Roberto Saladín había quedado fascinado por la gracia femenina de un poema en el que la poeta se declara demasiada mujer para su hombre. Y debo contarles además que el embajador Saladín, por un compromiso previo con su nieto Sebastián, se había perdido la lectura que de dicho hiciera en nuestra casa uno de los hombres raros que acompañaron hasta Washington a las mujeres de palabra.
¡Qué pena que se perdiera Roberto Saladín el gesto histriónico y gallardo del hombre raro que al final de la lectura del poema lanzó sobre la grama reseca del verano de Virginia el poemario recién leído!
Ya lueguito, cuando llegó el triste momento de la despedida y quisimos ofrecerles a los poetas una cerveza de despedida, Karina Rieke me preguntaba si me había impresionado la lectura de los poemas que en la tarde del día anterior había hecho ella. Al comenzar esta historia puse de manifiesto mi intención de ser justo: “Quiero decir, Karina, que la poesía y el pan se quedan para siempre como han salido del horno”.
Karina empuñó entonces una de las servilletas de tela que bien dobladas sobre la mesa del restaurante contenía un juego de cubiertos. Con suma delicadeza desenvolvió la servilleta y empuñó por el mango el cuchillo de metal: “Di la verdad, Ángel: ¿No te impresionó mi lectura?” Puesto yo contra el cuchillo de Karina y el espaldar de mi silla, sólo contaba con la benevolencia de Jorge Piña y de Jacqueline Guilamo, comensales a la misma mesa pero en extremos opuestos, para desarmar a esta mujer de palabra fácil y cuchillo al ristre.
Lo cuento de pasaditas, pero jamás novelaría en fecha reciente el susto de aquella mañana. Acumulo cuitas y alegrías para reflejarlas letra a letra en mi novela de turno, pero las letras hay que secarlas, hay que cernerlas, hay sacudirlas en batea grande y hay que medirlas por buen cajón.
(*) Todos convendríamos en que sin el primero de los dos juanes que menciono no habría segundo. Pero el segundo se nos ha ido apenas, y a destiempo. Se entenderá entonces que luego de la salvedad de rigor hablemos del segundo. La narrativa con fines literarios en sentido estricto no era el oficio de Juan Francisco Santamaría. Pero la circunstancia conmovedora de que durante dos semanas consecutivas oscilara mi ánimo entre el compromiso público de esta charla en NYC y el lecho de muerte del compañero egregio y amigo entrañable me obliga sin remisión a la dedicatoria póstuma con relación a él, como cerraría el concepto el maestro común que menciono. Durante el breve lapso ilusorio que medió entre las dos últimas recidivas implacables de su quebranto cruel, la voz familiar y querida del propio Juan Francisco irrumpió tenue y afectiva del otro lado del auricular inalámbrico: “Soy Juan Francisco, compañero Ángel: todavía no me voy”. Por un mandato del corazón, y también como un mecanismo subconsciente de defensa para no desplomarme del todo, compartí por correo-e mi ilusión de supervivencia con Lola, con Andrea, con Aurora y con varios amigos y compañeros íntimos.
El compañero Manolo Pichardo, más cerca desde el punto de vista físico del amigo enfermo, y cónyuge aquél de médico, en tono reflexivo llamó a capítulo mi ilusión de larga distancia: “Ángel, pero yo he conversado con Ydalma y las cosas no son como te ha dicho Juan. Luego de los dos derrames cerebrales, Juan ya no es candidato a transplante de hígado”. Se me desplomó el mundo entre los pies y llamé por teléfono a los jóvenes poetas y narradores de NYC para explicarles que ante tal situación yo no podría leer en público la charla que por invitación de ellos había escrito.
Cumplo hoy con el deber de publicarla en nombre de Juan Francisco Santamaría, el amigo noble y generoso que en ausencia nuestra hizo suya junto a otros compañeros la presentación en Funglode de nuestra novela Génesis si acaso; que además la entregó en persona a cuanto lector pudo, que llevó a España de su propia mano los primeros 74 ejemplares de mi novela que allende los mares circularon, y que sin ser editor de la misma no se cansó nunca de encontrarle nuevos nichos de lectores. Parecería un acto más de generosidad de Juan Francisco, y sin duda lo fue. Pero también fue más, y lo que más fue no cabe en esta nota al calce. Lo explicaré en otra ocasión. Pero puedo adelantar que para que una persona que no sea editor ni distribuidor de un libro te regale sin cesar lectores a lo largo de los meses y de los años, se necesita un Juan Bosch, o que a éste le sobreviva un Juan Francisco Santamaría. A ambos, por fortuna, le sobreviven muchos deudos. A ellos les debo y les agradezco. Y le agradezco a la humanidad que los ha prohijado y los ha contenido.
El compañero Manolo Pichardo, más cerca desde el punto de vista físico del amigo enfermo, y cónyuge aquél de médico, en tono reflexivo llamó a capítulo mi ilusión de larga distancia: “Ángel, pero yo he conversado con Ydalma y las cosas no son como te ha dicho Juan. Luego de los dos derrames cerebrales, Juan ya no es candidato a transplante de hígado”. Se me desplomó el mundo entre los pies y llamé por teléfono a los jóvenes poetas y narradores de NYC para explicarles que ante tal situación yo no podría leer en público la charla que por invitación de ellos había escrito.
Cumplo hoy con el deber de publicarla en nombre de Juan Francisco Santamaría, el amigo noble y generoso que en ausencia nuestra hizo suya junto a otros compañeros la presentación en Funglode de nuestra novela Génesis si acaso; que además la entregó en persona a cuanto lector pudo, que llevó a España de su propia mano los primeros 74 ejemplares de mi novela que allende los mares circularon, y que sin ser editor de la misma no se cansó nunca de encontrarle nuevos nichos de lectores. Parecería un acto más de generosidad de Juan Francisco, y sin duda lo fue. Pero también fue más, y lo que más fue no cabe en esta nota al calce. Lo explicaré en otra ocasión. Pero puedo adelantar que para que una persona que no sea editor ni distribuidor de un libro te regale sin cesar lectores a lo largo de los meses y de los años, se necesita un Juan Bosch, o que a éste le sobreviva un Juan Francisco Santamaría. A ambos, por fortuna, le sobreviven muchos deudos. A ellos les debo y les agradezco. Y le agradezco a la humanidad que los ha prohijado y los ha contenido.
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