martes, 21 de junio de 2011

No le calentemos el tomate a Miguel Ángel Fornerín

Por Ángel Garrido

Especial para UMBRAL

Alexandria, Virginia. 19 de junio de 2011.
Tú siempre crees que viene una guagua es una novela caribe que recrea las cuitas y las alegrías de pubertades y adolescencias desenfadadas que en ocasiones rayaban en el espanto del desafío abierto a una autoridad arbitraria a sus anchas y represiva a su antojo: “Si te encuentro en un burdel o en negocios con putas, te meto preso”, había de espetarle al narrador el sargento Roche al día siguiente de la visita de aquél al santuario de Filomena, lugar de iniciación sexual de púberes realengos.
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Habla el narrador, que pertenecía al grupo de mozalbetes irredentos capaces de soltarle el verraco a la chiva. Decenios más tarde, el púber violado por las putas vírgenes de los familisterios de yaguas de las afueras del pueblo se sorprendería a sí mismo en los menesteres docentes de la Universidad de Río Piedras, recinto de Cayey: “¡Soy un éxito total! ¡Debería ser un tíguere higüeyano, y mírenme aquí!”, había de exclamar un Miguel Ángel Fornerín pletórico de risa pura en la cocina de nuestro común amigo y compatriota Jorge Perdomo.

Ya luego, de la cocina a la sala del doctor Perdomo en Montehiedra, en los términos municipales de Guaynabo, nos pondríamos en la onda de leer en voz alta las galeras rumbo a la imprenta de Tú siempre crees que viene una guagua. Teníamos que leer con mesura digna de la presencia augusta y severa del crítico y catedrático de literatura Giovanni Di Pietro: “En República Dominicana me acusan de implacable, pero yo nunca juzgo al autor, sino el texto que analizo”, nos confesaría pronto Di Pietro.

--Indulte usted el vino, y cuelgue la botella, profesor –le sugerimos.

Días más tarde, el maratón anual de poesía de Teatro de la Luna había de invitar a Washington a la poeta puertorriqueña Vanessa Droz: “Cuéntame más de La Brugalita”, nos pediría Vanessa en referencia al tremebundo personaje forneriniano con el cual nos familiarizáramos durante la lectura en voz alta de Tú siempre crees que viene una guagua. Describe Fornerín las cobranzas perentorias de amores al fiado. La Brugalita detrás de El Cojo. Cierto que para follar por las noches hacía él abstracción total de sus limitaciones motoras, pero al día siguiente las echaba de menos calle abajo con La Brugalita sobria hasta tanto cobrara.

Era el mal hábito de la hembra de cobrarle al macho, en lugar de ser al revés. Sin embargo sucede así, como en el drama de los seis hermanos Jones que al morir Queco, el mayor de ellos, quedaban solo cinco Jones para cantar sus propias penas: Eran seis hermanos Jones, pero Queco se murió. Qué cojones. Ahora sólo quedan sin cojones.

--¡Hey, hey! ¡No te aproveches! –interrumpe el propio Fornerín, preso todavía él mismo en el drama que describe. Por las razones que sean, la puta es la hembra; y es también la que cobra por el ejercicio amoroso. Qué cojones.

El compromiso socio-político y la capacidad de síntesis del narrador le permiten reparar en el entorno. Eran los pródromos de las cuantiosas inversiones turísticas que hoy conoce el este del país dominicano. Los inversores que llegan en avionetas fletadas. La balumba festiva de mozalbetes de a pie que maroteaban la fruta que fuera en el patio de quien fuera. Que se personaban al campo de aviación municipal por ver si veían lo que no se les había perdido. Contentos con la casualidad de revista del corazón de que las mujeres de los futuros inversores llegaran todas vestidas por el mismo modisto, y todas con la misma vista gorda detrás de las mismas gafas oscuras de ver sólo lo que querían ver.

La lente mnemotécnica del autor se detiene además en hechos que retratan la verosimilitud de la heroicidad puesta por obra por un puñado de jóvenes que llegaron hasta la inmolación en defensa de los ideales que defendían. El pavor público de aquel 12 de enero de 1972 en que 4 militantes aguerridos de los comandos de la resistencia parapetados en una cueva mantuvieron a raya por largas horas a la mitad de las fuerzas militares del país.

En el plano local, el personaje de Carlos, que ha de inmolarse al final de la novela en un ataque suicida a la caravana presidencial, sirve de hilo conductor de la trama. Es el compendio de las acciones de resistencia llevadas a cabo por una célula provincial de la lucha nacional que por momentos enfoca el narrador. A modo de epílogo copia Fornerín in extenso una carta remitida por su compueblano y amigo José Joaquín Garrido, fechada a 14 de julio de 1992, en la cual el remitente le dice al narrador, que era destinatario: “…Dimos los combates de nuestro tiempo y, aunque no ganamos ninguna guerra, aunque la guagua de la justicia social nunca llegó, estamos conscientes de que nunca nos daremos por vencidos”.

Desde el punto de vista estilístico, sabedor Fornerín de que los personajes nunca hablan en la realidad como dicen los novelistas en sus páginas, tantea con gracia recursos de síntesis que le permiten relatar en poco más de dos páginas las artes de birlibirloque puestas por obra por un poeta sorprendido en el mejor momento de su desgracia por la única hembra que le enjuncaba el enjulio, una mulata alta con ojos de lagarto, perfume de ilán-ilán y falda corta, que no se confesaba nunca con nadie.

Traba Fornerín diálogos y comentarios con acierto que nos hace rememorar al maestro Saramago de sus dos últimas novelas. De continuar como ha empezado, acabará el novelista Fornerín donde todos le deseamos. Gana Higüey, donde nació y se crió. Gana Caguas, donde vive y enseña. Y gana la humanidad que lo contiene y lo cobija.

Recurrimos cada vez más al truismo literario que la leyenda enraíza en el consejo que a un joven escritor le diera León Tolstoi: “Trata de describir el universo, y te quedarás en tu aldea; trata de describir tu aldea, y serás universal”. Es justo lo aldeano el elemento que potencia la prosa de Miguel Ángel Fornerín. Es Higüey lo único que puede añadirle autenticidad a lo que él escribe. Son sus vivencias primigenias las que lo rescatan de todo mimetismo literario: “El ojo que ves”, al lado de Tolstoi diría Machado, “no es ojo porque tú lo veas; es ojo porque te ve”.

A esas vivencias iniciales se remite Fornerín hasta en el momento de dar título a su novela; y también a ellas nos hemos remitido nosotros al momento de titular la presente reseña. Era la fértil imaginación de los publicistas de entonces la que consignaba la guagua que venía, la pelota caliente que jugábamos, el tomate que no queríamos del sándwich calentar.

Desde luego, nadie las tiene todas a su favor en el curso de una primera novela. Fornerín ha de aportar, y acaba de hacerlo, lo que de auténtico haya en sus recuerdos de la patria chica, provinciana. Los clásicos de la literatura le dan el tono al músico de la palabra. Prohibido arrancar en do o en re si Homero y Cervantes, al alimón, te sugieren que arranques en fa menor.
Es el tono a la salida, que por el camino, novela abajo, la carga se acoteja.

La técnica narrativa se nutre de la necesidad poética del escritor, madre purísima y bienaventurada de todo lo bien escrito. El resto lo ponen el hambre y la vergüenza a las que el afán narrativo hayan expuesto al novelista. Justo lo contrario de lo que sucede en las ciencias de la naturaleza: El escritor bien alimentado no piensa.

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