miércoles, 29 de septiembre de 2010

La nueva y también armada paz mundial

Por Ángel Garrido
Nueva York. Septiembre de 2010. Especial para UMBRAL.

Anchos y largos caminos del devenir humano sobre el planeta Tierra han alumbrado y alumbran los estudiosos de los dos decenios que antecedieron el inicio de la primera guerra mundial. Como de la paz armada se conoce entre ellos dicho período.¡Váyase usted a saber por qué no! Armada, pero paz. Los emperadores de la que luego sería la Triple Alianza, así como los presidentes y primeros ministros de la también futura Entente se parapetaban hasta los dientes tras las armas, las doctrinas y los mapas de las para entonces vigentes y de las futuras fronteras.
Seguir Leyendo... ¿Es también armada esta paz atómica de los albores del segundo decenio del siglo XXI? Atómica, es cierto; pero paz al fin. Cada septiembre del siglo que transcurre vive Nueva York el despelote sin término de la asamblea general de la ONU. Veintenas de jefes de Estado y de gobiernos que se desplazan al socaire de las sirenas policiales seguidas de cerca por los todoterrenos negros de cristales abajo y agentes visibles y de espaldas al sentido de la velocidad del Servicio Secreto. Entre el ulular electrónico y los destellos azules se desplaza a toda pastilla la limosina del Poder con augurios de paz mundial: “A nosotros nos va bien cada año, porque los presidentes se sienten cómodos en este hotel”, nos asevera de buen grado la dominicana María Martínez en un pasillo del New York Palace.

A pocas manzanas de casas del Palace un joven empleado de tienda y estudiante de término de la carrera de mercadeo nos confunde adrede o sin intención alguna: “Ustedes parecen persas los tres”, nos dice. Desde el fondo mismo de diez mil años de historia le agradezco el error porque lo presumo el cuarto persa entre nosotros: “Pero si la latitud de la crianza nos infunde carácter nacional, a eso se debe que seamos dominicanos los tres”, le digo. Nos expresa su desazón por ser vendedor persa en una tienda de la avenida Lexington de NYC en la cual hemos entrado de repente porque yo quería sendas blusas para mi mujer y nuestra hija menor.


Se trataba de un vendedor veinteañero a punto de recibirse por la Universidad de Nueva York: “Esta tienda es de mi tío, pero tan pronto me gradúe abriré la mía. Aquí tiene cada uno de ustedes tres una tarjeta de descuento; y vuelvan, por favor”. Desde el punto de vista de la deuda humana contraída con las milenarias civilizaciones mesopotámicas, éramos persas los cuatro; pero ninguno de nosotros tres quería ser él. Se veía asediado en su identidad pérsica por los afiches en blanco y negro de las paradas de guagua que dan por terrorista al presidente de su país Mahmoud Ahmadinejad.

Le conté que en la introducción a una edición francesa de La rebelión de las masas el filósofo español José Ortega y Gasset daba cuenta de la calurosa bienvenida que a una recepción en su honor le ofreciera Víctor Hugo a los embajadores acreditados ante el gobierno francés: “Oh, monsieur l’embassadeur de l’Ingleterre… Shakespeare!” “Oh, monsieur l’ambassadeur de l’Allemagne… Goethe!” “Oh, monsieur l’ambassadeur de l’Espagne…
Cervantes!” Y de repente la mano solícita del embajador persa frente a Víctor Hugo, quien no vacila en exclamar: “Oh, monsieur l’ambassadeur de la Perse… l’humanité!

El joven vendedor persa se sintió resarcido del ambiente hostil de los afiches en blanco y negro: “Que les vaya bien en Nueva York; y vuelvan a la tienda de mi tío; y por favor vuelvan a la mía cuando yo la abra”.

Hace sólo días que el presidente Peres de Israel le escribiera una carta de agradecimiento al ex presidente cubano Fidel Castro: “Cuba es una isla rodeada de mares”, le decía, “Israel es otra isla rodeada de amenazas”, concluía. La misma semana un periodista estadounidense de apellido judío había de preguntarle a Castro: “¿Podría su hermano Raúl restablecer las relaciones con Israel?”

--Esas cosas llevan su tiempo –retrucó al instante el decano con creces de la política universal.

El peligro grande de pelos erizados de la paz atómica radica sin duda en la posibilidad real de que en una esquina inusitada de un Sarajevo cualquiera del planeta un agente de mano negra asesine de nuevo al archiduque Francisco Fernando.

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