Por Manolo Pichardo
Listín Diario 03/09/2010.-
No sé si es cierta la versión que da cuenta de que Ramfis, el hijo mayor del dictador Trujillo, en medio de la confusión creada tras el ajusticiamiento de su padre, preguntó al jefe del servicio de seguridad de la tiranía que dónde estaba él que permitió el hecho de sangre en que perdió la vida “El Benefactor de la Patria”, a lo que respondió el tenebroso individuo que su trabajo era cuidarlo de sus enemigos, no de sus amigos.
No sé si es cierta la versión que da cuenta de que Ramfis, el hijo mayor del dictador Trujillo, en medio de la confusión creada tras el ajusticiamiento de su padre, preguntó al jefe del servicio de seguridad de la tiranía que dónde estaba él que permitió el hecho de sangre en que perdió la vida “El Benefactor de la Patria”, a lo que respondió el tenebroso individuo que su trabajo era cuidarlo de sus enemigos, no de sus amigos.
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Debió ser una respuesta contundente, pues los enemigos del régimen estaban, por el eficiente servicio de este personaje, tras las rejas, ingiriendo el amargo trago del ostracismo o, abonando, para integrarse al eterno círculo de la transformación en que nos envuelve la naturaleza, la tierra que servía de escenario a los sanguinarios ejercicios del despotismo trujillista.
Comían de la misma mesa y alcanzaban a lamer del panal que se nutría de la sangre, el dolor y la explotación de un pueblo anestesiado e ignorante que marchaba como manada de corderitos para ofrecer su carne. Andaban en los mismos bailes ensayando bajo el estimulo que les daba la oscuridad de sus entrañas, las danzas fantasmagóricas que luego recorrían las calles como espectrales demonios de la muerte, como sombras que pretendían cegar, como sombras que pretendían silenciar las voces libres y valientes que crecieron sólo hasta el susurro.
Los cómplices del terror no imaginaron que el enfermizo deseo del déspota por demostrar poder, les metería en sus juegos siniestros en calidad de víctimas. Entonces llegaron las humillaciones, los desaires, los desplantes, las degradaciones, la indiferencia, la marginación y un largo etcétera parecido a esta cadena desgraciada que les llevó a la conspiración.
Las pateaduras del amigo les hicieron más peligrosos que los enemigos: el resentimiento les hervía porque no hay peor enemigo que un amigo maltratado y desconsiderado; no hay peor traición que golpear a los leales.
La torpeza de golpear a los leales no es negocio, y Trujillo lo supo aquel 30 de mayo cuando cayó abatido por el odio que sembró entre sus cercanos colaboradores. Los enemigos de El Jefe se abrieron camino sobre la trama de sus amigos, y los oportunistas de siempre, los que merodean por los alrededores del poder vieron pasar el féretro del régimen mientras calculaban su infiltración en la nueva colmena bajo la consigna aquella de “a rey muerto… rey puesto”.
Debió ser una respuesta contundente, pues los enemigos del régimen estaban, por el eficiente servicio de este personaje, tras las rejas, ingiriendo el amargo trago del ostracismo o, abonando, para integrarse al eterno círculo de la transformación en que nos envuelve la naturaleza, la tierra que servía de escenario a los sanguinarios ejercicios del despotismo trujillista.
Comían de la misma mesa y alcanzaban a lamer del panal que se nutría de la sangre, el dolor y la explotación de un pueblo anestesiado e ignorante que marchaba como manada de corderitos para ofrecer su carne. Andaban en los mismos bailes ensayando bajo el estimulo que les daba la oscuridad de sus entrañas, las danzas fantasmagóricas que luego recorrían las calles como espectrales demonios de la muerte, como sombras que pretendían cegar, como sombras que pretendían silenciar las voces libres y valientes que crecieron sólo hasta el susurro.
Los cómplices del terror no imaginaron que el enfermizo deseo del déspota por demostrar poder, les metería en sus juegos siniestros en calidad de víctimas. Entonces llegaron las humillaciones, los desaires, los desplantes, las degradaciones, la indiferencia, la marginación y un largo etcétera parecido a esta cadena desgraciada que les llevó a la conspiración.
Las pateaduras del amigo les hicieron más peligrosos que los enemigos: el resentimiento les hervía porque no hay peor enemigo que un amigo maltratado y desconsiderado; no hay peor traición que golpear a los leales.
La torpeza de golpear a los leales no es negocio, y Trujillo lo supo aquel 30 de mayo cuando cayó abatido por el odio que sembró entre sus cercanos colaboradores. Los enemigos de El Jefe se abrieron camino sobre la trama de sus amigos, y los oportunistas de siempre, los que merodean por los alrededores del poder vieron pasar el féretro del régimen mientras calculaban su infiltración en la nueva colmena bajo la consigna aquella de “a rey muerto… rey puesto”.
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