viernes, 26 de junio de 2009

Primeros cien años de Juan Bosch


Por Sergio Ramírez
Junio 2009.-
En 1961 Juan Bosch vivía en Costa Rica una de las etapas del largo exilio, que lo había llevado por distintos países dejando libros guardados por todas partes, en cajas de cartón que nadie abriría ya nunca de nuevo, como suele ocurrir. Los libros, que luego esponja la humedad y se come la polilla, son la causa de los exilios.
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Fue el año en que lo conocí. Él era entonces un desterrado emblemático del Caribe revuelto, que al tiempo que escribía cuentos ejemplares reclamaba una alternativa democrática para la República Dominicana, dominada por un tirano a su vez emblemático, el generalísimo Rafael Leónidas Trujillo. Yo recordaba que Trujillo había enviado una banda militar a los funerales del viejo Somoza, muerto a tiros por un poeta en el curso de una fiesta, y que los músicos, vestidos de uniformes negros con bordaduras doradas, marchaban de cuatro en fondo por las calles desoladas de Managua, tocando marchas fúnebres, los fuegos del sol de mediodía prendidos en el cobre de las bombardas; se lo conté, y se rió apaciblemente, con cierta melancolía. Ese mismo Trujillo de bigotito canalla que solía aparecer en los periódicos retratado con un bicornio, en el que flameaba un airón de plumas de avestruz, copiado de algún viejo figurín de pompas militares. Emblemáticos los dos, Bosch y Trujillo, representantes de mundos opuestos.
Para entonces enseñaba historia de América Latina en la escuela que la hermandad de líderes socialdemócratas —José Figueres, Muñoz Marín, Haya de la Torre, Rómulo Betancourt, y él mismo— habían abierto en San Isidro de Coronado, cercano a San José, para entrenar a jóvenes dirigentes políticos del continente. Recuerdo su figura delgada en mangas de camisa, la corbata formalmente anudada, sus ojos celestes, sus anteojos de marco de carey, su pelo rizado, prematuramente cano, y su acento neutro, que no tenía ningún deje caribeño, severo y cordial de voz y maneras.
Era para entonces un cuentista consumado, que no faltaba en ninguna antología latinoamericana del género, y escribía sus cuentos bajo unas reglas que parecían muy simples: persistir en el tema central; extraer al tema elegido las consecuencias últimas, con garra de animal de presa; hacer que el relato conserve el tamaño de su propio universo; no darle al relato medidas fraccionadas y distintas; y conseguir un final que sea siempre sorpresivo para el lector, todo resumido en la frase lapidaria de Horacio Quiroga: “el cuento es una flecha dirigida rectamente hacia el blanco”.
Abandonar para siempre la literatura resulta extraño en alguien que apenas sobrepasados los cincuenta años se encuentra en su plenitud creativa. Pero los acontecimientos se aceleraron. Cuando mataron a Trujillo en Santo Domingo, volvió triunfante, y resultó electo Presidente al año siguiente, con más del sesenta por ciento de los votos. Tomó posesión en febrero de 1963, y siete meses más tarde fue derrocado por un golpe militar.
Las reformas que desde la Presidencia quiso imponer a la realidad arcaica de su país, vistas a la luz de hoy parecen moderadas, tan moderadas como lo fueron las que Jacobo Arbenz había querido para Guatemala una década atrás, y que le costaron también el derrocamiento y el exilio. No podía haber flores de invernadero en el páramo de la guerra fría.
La vida de Juan Bosch seguiría siendo azarosa tras sus pocos meses en el poder. Exiliado otra vez en Puerto Rico, hasta allá lo alcanzaron en 1965 los ecos de la rebelión nacionalista, que trajo como secuela la intervención militar ordenada por Lyndon B. Johnson. Esa rebelión, encabezada por el coronel Francisco Caamaño en nombre de una facción juvenil del Ejército, que seguía siendo dominado por los viejos generales trujillistas, pretendió restablecerlo en el poder. La historia había puesto en su camino a aquel joven oficial, encargado de custodiarlo durante el viaje del barco que lo había llevado al destierro en septiembre de 1963, y que ahora quería devolverlo a la silla presidencial.
Después, tampoco hubo el tiempo ni las circunstancias para volver a la literatura. Regresaría del exilio en 1965, sería otra vez candidato presidencial en las elecciones de 1966, ganadas por Joaquín Balaguer, heredero del trujillismo, abandonaría en 1973 el partido que él mismo había fundado, para organizar uno nuevo, el Partido de la Liberación Dominicana (PLD), y dos veces más se presentaría como candidato, ya sin éxito.
La literatura era para él un oficio serio, que no podía compartirse con la política. Se podía ser ambas cosas a la vez, escritor y político, pero no ambas cosas a un tiempo, y ésta es una de sus reglas sabias: “No es cierto que la política perjudique a la literatura. Lo que ocurre es que la política es una actividad a la cual hay que dedicarle todo el tiempo y la literatura también es una actividad a la que hay que dedicarle todo el tiempo... de manera que para realizar la actividad literaria y la política al mismo tiempo, cualquiera de las dos es excluyente de la otra...”
Al fin y al cabo, en el Caribe de llamaradas revueltas, la historia privada no viene a ser la historia de las naciones, como señalaba Balzac, sino que la historia pública arrastra en su turbión a las vidas privadas, las transforma, y como una deidad funesta decide la suerte de los escritores, como decidió la de Juan Bosch, de quien celebramos ahora el primer centenario de su nacimiento.

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