Alexandria, Virginia 23/11/2010.-
Especial para UMBRAL
“Pasó ésa. Pasaron otros dos años. Y en otro viaje mío a Santo Domingo, conversaba de nuevo con Juan Bosch en su despacho, y a propósito de otro tema distinto del saludo a don Chilín, pero tangencial a éste en su contenido, me dijo lo que hoy consigno como un apotegma boschista, dijéralo también Bosch antes o después, o no lo dijera antes ni nunca más; escribiéralo o no lo escribiera alguna vez: ‘El hombre que es capaz de despertar en otros hombres sentimientos amistosos, lleva un volcán por dentro’”.
Érase marzo de 1831 cuando los traficantes de pieles Alexis Coquillard y Lathrop Taylor plantaron tienda en el recodo más al sur del río San José, en Indiana, EE UU. Con ese hecho simple dejaban fundada South Bend, a 1,144 kilómetros oeste franco de la famosa Avenida Quinta de Nueva York. Quince años, tres meses, 20 días y varias decenas de miles de indios más tarde el antiguo territorio que derivaba su nombre del hecho de ser tierra de indios, pasaría a ser el décimo noveno estado de los Estados Unidos.
Ciento veintinueve años más tarde llegaría a South Bend un exiliado dominicano acompañado de su mujer y los dos hijos de ambos. Se llamaba Juan Bosch. Y esa mujer abnegada que a su lado estuvo hasta que el primero de noviembre de 2001 agotó Bosch por completo el mandato genético que al mundo trajo al nacer, vive por fortuna entre nosotros. Se llama Carmen Quidiello, natural de Cuba; y también dominicana por derecho propio desde antes que pisara por vez primera el territorio dominicano.
Hasta hace poco tiempo trabajaba en el mostrador de una línea aérea en el aeropuerto de Washington una puertorriqueña con el nombre y el apellido de casada de doña Carmen. Cuando le dije que homónima tenía ella en Santo Domingo, asintió de buen grado: “Me lo recuerdan muy a menudo los dominicanos que pasan por aquí. Ganas tengo de conocerla”, me dijo la gentil puertorriqueña. Lo cuento con el debido comedimiento para que no se piense que incurro en la majadería de explicarle a nadie quien ha sido la inseparable compañera de Juan Bosch.
Vecinos de Juan Bosch y doña fueron en South Bend, Indiana, la familia encabezada por Nancy y Robert Ackerman. Como tanta gente a lo largo del camino recorrido por la pareja Bosch Quidiello, quedaron los Ackerman prendidos de la sencillez y de la autenticidad del trato de los Bosch Quidiello, una familia que no empece su modestia tenía dificultades para disimular ante ellos su innegable vocación de trascendencia pública. No deseaba la familia Bosch Quidiello sobresalir, como mismo no lo desea ninguna persona honesta. Pero era a todas luces evidente que el trabajo realizado por Juan Bosch, escritor de péndola elegante y luchador infatigable por la libertad y la justicia social de su pueblo, había de convertirlo en lo que en el inglés estadounidense se define a menudo como un hombre de consecuencias.
Y las consecuencias no se hicieron esperar porque solo dos años más tarde el escritor que biografiaba reyes anteriores a Roma y que reivindicaba calumniados del principio de la Era, era por cierto elegido con el voto holgado de sus conciudadanos presidente constitucional de su país de origen. Pronta crónica constituía dicha elección de unas consecuencias previsibles cuando llegó dos años antes la pareja y sus dos hijos a South Bend.
Don Juan y doña Carmen les extenderían a los Ackerman, en gratitud por sus buenos recuerdos de South Bend, cordial invitación para que asistieran en Santo Domingo a la toma de posesión de aquél a la presidencia de la República el 27 de febrero de 1963. Los amigos estadounidenses de la pareja Bosch Quidiello habían de aceptar con grande entusiasmo tan distinguida invitación.
De aquellos plácidos días de espléndido sol caribe, así como de los días vividos en South Bend por don Juan, doña Carmen y sus hijos Patricio y Bárbara, datan los originales en papel cebolla de David, biografía de un rey, dos ejemplares impresos de dicho libro, un folleto, una revista, tres cartas, varias fotos y diapositivas que medio siglo más tarde, y para poner por obra la voluntad expresa de sus finados padres, la señora Brenda Ackerman Ray, hija de la pareja Ackerman, ha querido hacer llegar a manos de doña Carmen y de sus hijos.
La historia empezó por donde pudo porque fue en septiembre de este año 2010 cuando la señora Brenda Ackerman Ray, que vive en la ciudad de Marquette, cerca de la frontera del estado de Michigan con Canadá, logró contactarnos por teléfono: “Tengo la encomienda de mis difuntos padres, de hacerle llegar a la familia de Juan Bosch algunas pertenencias de éste”.
Bastaba con haberse formado en política al calor de las enseñanzas y el ejemplo de Juan Bosch, para saber que de joyas no hablábamos. Tampoco de dinero ni de objetos que pudieran quitarle el sueño al tasador de la esquina. Pero sabíamos de igual manera que la historia y el país dominicano, les tenderían solícitos las manos al aporte de la familia Ackerman.
Necesitábamos sin embargo antes de nada, la autorización expresa de la familia Bosch. Tratamos de contactar ese día en Santo Domingo a su nieto Matías Bosch. No nos fue posible en el acto. Intenté por teléfono a mi amigo León Bosch en Roma. Con la honestidad que le caracteriza me instó León a persistir en mi intento de contactar a Matías: “Yo también, y a mucha honra”, me dijo el celebrado pintor dominicano, “soy hijo de don Juan, pero Matías y la Fundación Juan Bosch constituyen un destino apropiado. Hazme saber el resultado”.
El resultado fue una carta de la Fundación firmada por el propio Matías Bosch, presidente de la misma; y mi posterior oferta de viajar los 1, 530 kilómetros que me separan de Marquette, Michigan, en procura de tan para nosotros invaluable tesoro, así como de hacernos una foto con doña Brenda al momento de recibirlo: “Lo lamento mucho, pero la salud de mi esposo no me permite recibirlo. Yo le cuento a usted de qué se trata. Adjunto irá una carta mía dirigida a usted con el pormenor del contenido”. Ya luego fecha doña Brenda su carta a 17 de octubre de 2010, y en ella me detalla los artículos que por recibidos he dado, los cuales preservará en Santo Domingo para la historia la Fundación Juan Bosch en el museo que sin duda dedicará el país dominicano al gran patricio que lo amó, lo estudió y lo fortaleció con su prédica infatigable y su quehacer político cotidiano y ejemplar.
Asombrará sin duda al lector que esta buena señora Brenda Ackerman Ray, que no trató en persona a la pareja Bosch Quidiello porque estudiaba ella fuera del estado de Indiana cuando de sus padres fueron ellos en South Bend vecinos, honrara medio siglo después la encomienda de sus padres fenecidos. No nos asombra, sin embargo, a quienes hemos comprobado de primera mano el tipo de sentimientos que en el prójimo han inspirado doña Carmen y Juan Bosch.
Una apacible mañana de finales del octavo decenio del pasado siglo XX, sedentes en sendas mecedoras opuestas, conversábamos con Juan Bosch en el balcón de sus oficinas en la César Nicolás Penson. Un coetáneo suyo, vegano también y su ex condiscípulo para más señas, se saltó sin mayores inconvenientes la seguridad y la recepción del despacho de nuestro líder y presidente y llegó con pasos firme hasta el costado de Juan Bosch. El abrazo que se dispensaron denotaba firmeza, confianza y afecto.
De pie nuestro líder para saludar como merecía a su ex condiscípulo, por inercia protocolar, con respeto, y sobre todo con muchísimo gusto, yo también me puse de pie: “Disculpa, Juan, que interrumpa tu diálogo con este joven. Sólo vengo a comunicarte que en ese apartamento donde se ve la ventana abierta, ahí vivo yo: cuando tú necesites otro hombre, de día o de noche, manda que toquen la puerta de ese apartamento”.
El segundo abrazo de don Juan encarnó la cálida despedida que al amigo de infancia le tributaba: “Tú sabes que a ti y a mí, ya solo la muerte podrá separarnos”, le dijo Bosch con la estremecedora fuerza visceral con que expresaba sus hondos sentimientos. Otra mañana posterior al encuentro que he narrado, yo caminaba por la avenida Independencia junto al compañero Luís Simó. Alcanzamos a ver al caballero vecino de Juan Bosch: “Ese señor es amigo del compañero presidente, y a él le dicen don Chilín”, me explicó Luís.
Pasó ésa. Pasaron otros dos años. Y en otro viaje mío a Santo Domingo, conversaba de nuevo con Juan Bosch en su despacho, y a propósito de otro tema distinto del saludo a don Chilín, pero tangencial a éste en su contenido, me dijo lo que hoy consigno como un apotegma boschista, dijéralo también Bosch antes o después, o no lo dijera antes ni nunca más; escribiéralo o no lo escribiera alguna vez: “El hombre que es capaz de despertar en otros hombres sentimientos amistosos, lleva un volcán por dentro”.
Ciento veintinueve años más tarde llegaría a South Bend un exiliado dominicano acompañado de su mujer y los dos hijos de ambos. Se llamaba Juan Bosch. Y esa mujer abnegada que a su lado estuvo hasta que el primero de noviembre de 2001 agotó Bosch por completo el mandato genético que al mundo trajo al nacer, vive por fortuna entre nosotros. Se llama Carmen Quidiello, natural de Cuba; y también dominicana por derecho propio desde antes que pisara por vez primera el territorio dominicano.
Hasta hace poco tiempo trabajaba en el mostrador de una línea aérea en el aeropuerto de Washington una puertorriqueña con el nombre y el apellido de casada de doña Carmen. Cuando le dije que homónima tenía ella en Santo Domingo, asintió de buen grado: “Me lo recuerdan muy a menudo los dominicanos que pasan por aquí. Ganas tengo de conocerla”, me dijo la gentil puertorriqueña. Lo cuento con el debido comedimiento para que no se piense que incurro en la majadería de explicarle a nadie quien ha sido la inseparable compañera de Juan Bosch.
Vecinos de Juan Bosch y doña fueron en South Bend, Indiana, la familia encabezada por Nancy y Robert Ackerman. Como tanta gente a lo largo del camino recorrido por la pareja Bosch Quidiello, quedaron los Ackerman prendidos de la sencillez y de la autenticidad del trato de los Bosch Quidiello, una familia que no empece su modestia tenía dificultades para disimular ante ellos su innegable vocación de trascendencia pública. No deseaba la familia Bosch Quidiello sobresalir, como mismo no lo desea ninguna persona honesta. Pero era a todas luces evidente que el trabajo realizado por Juan Bosch, escritor de péndola elegante y luchador infatigable por la libertad y la justicia social de su pueblo, había de convertirlo en lo que en el inglés estadounidense se define a menudo como un hombre de consecuencias.
Y las consecuencias no se hicieron esperar porque solo dos años más tarde el escritor que biografiaba reyes anteriores a Roma y que reivindicaba calumniados del principio de la Era, era por cierto elegido con el voto holgado de sus conciudadanos presidente constitucional de su país de origen. Pronta crónica constituía dicha elección de unas consecuencias previsibles cuando llegó dos años antes la pareja y sus dos hijos a South Bend.
Don Juan y doña Carmen les extenderían a los Ackerman, en gratitud por sus buenos recuerdos de South Bend, cordial invitación para que asistieran en Santo Domingo a la toma de posesión de aquél a la presidencia de la República el 27 de febrero de 1963. Los amigos estadounidenses de la pareja Bosch Quidiello habían de aceptar con grande entusiasmo tan distinguida invitación.
De aquellos plácidos días de espléndido sol caribe, así como de los días vividos en South Bend por don Juan, doña Carmen y sus hijos Patricio y Bárbara, datan los originales en papel cebolla de David, biografía de un rey, dos ejemplares impresos de dicho libro, un folleto, una revista, tres cartas, varias fotos y diapositivas que medio siglo más tarde, y para poner por obra la voluntad expresa de sus finados padres, la señora Brenda Ackerman Ray, hija de la pareja Ackerman, ha querido hacer llegar a manos de doña Carmen y de sus hijos.
La historia empezó por donde pudo porque fue en septiembre de este año 2010 cuando la señora Brenda Ackerman Ray, que vive en la ciudad de Marquette, cerca de la frontera del estado de Michigan con Canadá, logró contactarnos por teléfono: “Tengo la encomienda de mis difuntos padres, de hacerle llegar a la familia de Juan Bosch algunas pertenencias de éste”.
Bastaba con haberse formado en política al calor de las enseñanzas y el ejemplo de Juan Bosch, para saber que de joyas no hablábamos. Tampoco de dinero ni de objetos que pudieran quitarle el sueño al tasador de la esquina. Pero sabíamos de igual manera que la historia y el país dominicano, les tenderían solícitos las manos al aporte de la familia Ackerman.
Necesitábamos sin embargo antes de nada, la autorización expresa de la familia Bosch. Tratamos de contactar ese día en Santo Domingo a su nieto Matías Bosch. No nos fue posible en el acto. Intenté por teléfono a mi amigo León Bosch en Roma. Con la honestidad que le caracteriza me instó León a persistir en mi intento de contactar a Matías: “Yo también, y a mucha honra”, me dijo el celebrado pintor dominicano, “soy hijo de don Juan, pero Matías y la Fundación Juan Bosch constituyen un destino apropiado. Hazme saber el resultado”.
El resultado fue una carta de la Fundación firmada por el propio Matías Bosch, presidente de la misma; y mi posterior oferta de viajar los 1, 530 kilómetros que me separan de Marquette, Michigan, en procura de tan para nosotros invaluable tesoro, así como de hacernos una foto con doña Brenda al momento de recibirlo: “Lo lamento mucho, pero la salud de mi esposo no me permite recibirlo. Yo le cuento a usted de qué se trata. Adjunto irá una carta mía dirigida a usted con el pormenor del contenido”. Ya luego fecha doña Brenda su carta a 17 de octubre de 2010, y en ella me detalla los artículos que por recibidos he dado, los cuales preservará en Santo Domingo para la historia la Fundación Juan Bosch en el museo que sin duda dedicará el país dominicano al gran patricio que lo amó, lo estudió y lo fortaleció con su prédica infatigable y su quehacer político cotidiano y ejemplar.
Asombrará sin duda al lector que esta buena señora Brenda Ackerman Ray, que no trató en persona a la pareja Bosch Quidiello porque estudiaba ella fuera del estado de Indiana cuando de sus padres fueron ellos en South Bend vecinos, honrara medio siglo después la encomienda de sus padres fenecidos. No nos asombra, sin embargo, a quienes hemos comprobado de primera mano el tipo de sentimientos que en el prójimo han inspirado doña Carmen y Juan Bosch.
Una apacible mañana de finales del octavo decenio del pasado siglo XX, sedentes en sendas mecedoras opuestas, conversábamos con Juan Bosch en el balcón de sus oficinas en la César Nicolás Penson. Un coetáneo suyo, vegano también y su ex condiscípulo para más señas, se saltó sin mayores inconvenientes la seguridad y la recepción del despacho de nuestro líder y presidente y llegó con pasos firme hasta el costado de Juan Bosch. El abrazo que se dispensaron denotaba firmeza, confianza y afecto.
De pie nuestro líder para saludar como merecía a su ex condiscípulo, por inercia protocolar, con respeto, y sobre todo con muchísimo gusto, yo también me puse de pie: “Disculpa, Juan, que interrumpa tu diálogo con este joven. Sólo vengo a comunicarte que en ese apartamento donde se ve la ventana abierta, ahí vivo yo: cuando tú necesites otro hombre, de día o de noche, manda que toquen la puerta de ese apartamento”.
El segundo abrazo de don Juan encarnó la cálida despedida que al amigo de infancia le tributaba: “Tú sabes que a ti y a mí, ya solo la muerte podrá separarnos”, le dijo Bosch con la estremecedora fuerza visceral con que expresaba sus hondos sentimientos. Otra mañana posterior al encuentro que he narrado, yo caminaba por la avenida Independencia junto al compañero Luís Simó. Alcanzamos a ver al caballero vecino de Juan Bosch: “Ese señor es amigo del compañero presidente, y a él le dicen don Chilín”, me explicó Luís.
Pasó ésa. Pasaron otros dos años. Y en otro viaje mío a Santo Domingo, conversaba de nuevo con Juan Bosch en su despacho, y a propósito de otro tema distinto del saludo a don Chilín, pero tangencial a éste en su contenido, me dijo lo que hoy consigno como un apotegma boschista, dijéralo también Bosch antes o después, o no lo dijera antes ni nunca más; escribiéralo o no lo escribiera alguna vez: “El hombre que es capaz de despertar en otros hombres sentimientos amistosos, lleva un volcán por dentro”.
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